viernes, 25 de agosto de 2017

Se volvió loco


El día que conocí la locura era un día aparentemente normal hasta que sucedió lo que jamás nadie imaginó.

El viejo aeropuerto de Coro, era un pequeño edificio de áreas abiertas, donde la brisa soplaba con tanta fuerza que los pasajeros camino a embarcar  tenían que tomar precauciones para evitar que su equipaje de mano o accesorios salieran volando por los aires, mientras el avión aún estaba en tierra, pasivo, esperando que Polanco, el encargado de la torre de control le diera autorización para despegar. A los lados del edificio no había más que unos tubos que hacían las veces de barandas, desde donde se observaba la pista plenamente, sin más obstrucción que el camión 350 que cargaba el equipaje o la escalera movible que usaban para el embarque y que a veces dejaban a medio camino los encargados de las operaciones en el lugar.

Nosotros, los muchachos que vivíamos cerca del aeropuerto, solíamos ir a buscar algo que hacer en aquellas tardes, durante las vacaciones escolares. Eran muchas las maneras y mayor el entusiasmo: nos rotábamos las tareas según los ánimos: un par se ponían a vender el vespertino “El mundo” que lo traían de Caracas en el vuelo del mediodía, otros ofrecían a los pasajeros ayudarles con el equipaje, venderles dulce de leche, limpiarle los zapatos y hasta hacerle la cola si el aeropuerto estaba congestionado. El aeropuerto era nuestra mina de oro, porque eran muchos los pasajeros exquisitos que nos daban propinas por la menor nimiedad, aunque nunca faltaban los pasajeros quejumbrosos y miserables que se quejaban formalmente y enturbiaban el ambiente con su carácter, haciendo que Polanco nos echara a la policía para que nos mantuviera a raya.

Una tarde pasó un heladero con su carrito medio lleno de barquillas, tinitas y paletas. Entonces, el ambiente se estremeció con el aterrizaje del avión que venía de Caracas. El heladero no pudo ocultar su sorpresa, trató de adivinar de donde venía ese estruendo, y dejando el carrito de helados abandonado se fue a una de las barandas a ver como el avión, al final de la pista daba el giro para venir a estacionarse frente al edificio. Su excitación era tal, que se olvidó de todo lo que le rodeaba y estuvo allí parado, ausente, todo el tiempo que tomó el desembarque y embarque del aparato. Una hora después, cuando el avión desapareció entre las nubes se dio la vuelta y comenzó a caminar quien sabe hacia dónde.

Los policías que también comieron helados sin pagarlo, tuvieron que comunicarse con alguien para que viniera a buscar el carrito vacío. Cuando el supervisor preguntó por el heladero, todos automáticamente respondieron: “se volvió loco cuando vio el avión”.


Desde ese día no he dejado de pensar en aquel heladero. Envidiando sentir algo parecido a lo que él sintió, sin importar las consecuencias ni daños a terceros.

sábado, 29 de julio de 2017

Incertidumbre



Yo soy fuerte. Siempre que estoy en una situación extrema huyo hacia adelante.

Y huyo de una forma valiente, sin mirar atrás, así que yo jamás me convertiría en sal.

Tampoco lamento lo perdido, sin embargo a veces el hambre me hace tropezar.

Pasar hambre —como tal— no es tan duro. Lo que más pega no es el hambre sino la incertidumbre, esa sensación de no saber cuándo volverás a comer.

Luego alguien te dice que morirte de hambre no duele mucho comparado con la insoportable angustia que te causaría acostar a tu hijo sin darle de comer.

El hambre tuya se te quita porque solo piensas en el hambre que está pasando tu bebé. Así que además del hambre, ni siquiera puedes dormir. Y el insomnio no es tanto por no tener que darle, sino por la incertidumbre de no saber cuándo tendrás pan para darle de comer.

Y esa situación te hace doblegar. Llegas al punto en que no sabes si gateas por debilidad o simplemente porque te acostumbraron a no mirar a los ojos, a no desafiar. Aunque tus fuerzas estén allí, intactas, en reserva; hay algo que no te permite reaccionar.

Hasta que llega el día en que reaccionas, en que estás tan asustado que huyes hacia adelante, sin mirar atrás. Algo en tu interior te grita que es tiempo de actuar.


Entonces­­ te rebelas. Para darte ánimos te dices a ti mismo: ¡yo soy fuerte! Y aprendes a esquivar las perversas miradas de quienes hace tiempo se convirtieron en sal.

jueves, 22 de junio de 2017

Resistencia


No hay manera de escapar de esto, por muy lejos que te encuentres, por muchas películas del holocausto o documentales de dictaduras que hayas visto, por mucho libro o poesía desgarradora que recites; por mucha anécdota que tu abuelo te haya contado.

Esta masacre me ha puesto a seguir mártires en las redes sociales. A buscar si tenían una cuenta en Instagram o twitter para saber más de ellos, de su pasado, de cuánto pesaban, del por qué luchaban. Y al rato me doy cuenta de que no soy el único, de que hay un montón de gente haciendo lo mismo. Y ahí nos encontramos, deseándoles la gloria de Dios, aun sobre su cadáver tibio, cuando la ternura de sus ideales no ha terminado de desvanecerse y la inocencia de sus sueños es lo único a lo que aferrarse.

Las más sensibles le lloran como si le hubiesen parido, aunque en vida no le conocían. Los más rebeldes sienten que la única manera de hacerles justicia es yendo al frente de la próxima protesta, a sabiendas de que uno de ellos puede ser el próximo; con la certeza de que el nombre de uno de ellos será el que llene de luto las redes sociales al día siguiente. Porque esta represión es tan macabra que asesina a nuestros chamos de uno en uno, para que no te encariñes con ninguno, para que tú zozobra se haga contagiosa y tu mente asimile que siempre puede ser peor. ¡Ni las mascotas están a salvo!
Tampoco falta el miserable que anda en lo mismo aunque con diferente propósito. Hurgando en el perfil de la víctima, pero con la intención de venir a justificar su muerte, a tratar de ensuciar su memoria (como si eso fuera posible), a burlarse de quienes lo lamentan, a querer convertir esta tragedia en una comedia de mal gusto.


No fue así como nos enseñaron que las historias terminaban, con los precoces héroes bajo tierra mientras sus madres aquí arriba, desgarradas, llorándoles.

Fuente foto: https://resistenciav58.wordpress.com

martes, 2 de mayo de 2017

Venezuelans head back to streets



Como venezolano, lo menos que me pasa por la cabeza es sentirme orgulloso de mi venezolanidad.

No somos el mejor país del mundo como me lo vendían hace tiempo.

No somos los mejores ciudadanos, ni los más amables, mucho menos los más solidarios; es más, si te descuidas ese venezolano que tienes al lado te roba; si infringes una ley el policía te martilla, si necesitas agilizar un documento el funcionario te matraca; si cometes un error, el prójimo te señala y si te hacen un favor te lo cobran; si piensas diferente el presidente te degrada y si no vas a marchar el jefe te amenaza, si no tienes la medicina que con urgencia necesitas no faltará un emprendedor en el hospital que te ofrezca un negocio, si no tienes el carnet de la patria no te dan la miserable bolsa clap que compran a sobreprecio con nuestro petróleo; si tienes un cargo no necesitas conocimiento y si tienes un familiar ministro no necesitas ni siquiera trabajar, si no enrejas tu casa como una cárcel no podrás dormir tranquilo ni tener libertad y si algo le pasa a tu carro mientras duermes nadie vio nada aunque todos saben quién fue; si te va bien te llama un pran para sobornarte y si no te bajas bien bajado de la mula te joden bien feo. Tu trabajo no vale lo que pagan en cualquier parte del mundo y la vida vale aún mucho menos. ¡Te matan y sobrarán lamentos!, solo eso.

Pero hay esperanza, esa no me la quita nadie. Venezuela es el país donde nací y es lo que soy, desde que me levanto hasta cuando me emborracho. Las 24 horas del día, los 365 días del año. Soy venezolano y quisiera algún día sentirme orgulloso de eso.

Fuerza y más fuerza a los que cada día salen a la calle a protestar y a literalmente jugarse la vida por un mejor país, el país que ellos más que nadie se merecen. 

sábado, 28 de enero de 2017

Asignatura pendiente


Cada diciembre tenemos una lista pendiente de lo que nos gustaría hacer durante las vacaciones en Venezuela. Es una bucket list que va creciendo según los antojos y planes que van surgiendo a lo largo del año. La lista es muy variada, y va desde lo culinario a lugares por visitar, incluyendo eventos recreativos o espirituales.

Para este año las prioridades eran ciento por ciento regionales: asistir a la procesión de La Divina Pastora, recorrer parte de la cordillera larense, con baño en la cascada del vino incluido y, por sugerencia de un amigo: ir a comernos algo en La Hamburguesería.

Salimos primero de lo más fácil. Elegí la de carne de cordero y como los vegetales y salsas son self service, hice como si estuviera en subway y, la rellené con lechuga, pepinillos, cebolla morada, pimentón, jalapeño y mostaza dulce de aderezo. Mi hamburguesa tenía buen sabor, los vegetales estaban frescos y el ligero sabor a cordero lo agradeció mi paladar. Aunque lo mejor de la cena fue lo que sucedió mientras comíamos. Acostumbrado a estar (en Venezuela) alerta sobre lo que sucede a nuestro alrededor por experiencias propias y ajenas, nos llamó la atención la entrada al lugar de una pareja de jóvenes que lo menos que tenían era apariencia de hamburgueseros, aunque tampoco parecían choros, sino más bien comegatos. Él, flaco y despeinado, con zarcillos, la mirada perdida y algo arremangado al costado contrario a nuestra ubicación. La flaca llevaba una gorra con la víscera hacia atrás, una patineta colgando de su brazo derecho y unas converse corte alto algo ruñías. Una vez adentro ella se presentó y fue entonces cuando bajamos la guardia. Cantaron entre otras, un par de merengues regionales (Los dos gavilanes y El espanto), con tanta naturalidad que ninguno de los presentes se negó a darles un aplauso y algo de propina, en la gorra que esta vez ella usaba como canasta. Y así sin más agradecieron y se fueron. El viendo hacia no sé dónde y ella deslizándose en su patineta como cualquier rusa en pista de patinaje sobre hielo. Me pareció tan surrealista la escena que llegué a la casa tarareando el trabalenguas de la canción y deseando ver otra vez a esa pareja en acción, esta vez en alguna de las tarimas que animan a la procesión cada catorce de enero.

Y entonces llegó la tan esperada fecha. Fuimos por primera vez a la misa y procesión de La Divina Pastora. A las 5 de la mañana nos levantamos con la energía de quién va a correr un maratón. Nos dimos un baño de fe y nos contagiamos de la buena vibra espiritual que había en el ambiente. Pedimos salud y mejores tiempos para el país; regalamos sonrisas y devoción a cambio. Camila caminó como nunca y comió como siempre. El termo de café no rindió mucho, pero había razones de sobra para mantenerse despierto. El clima (tanto natural como emocional) estuvo genial. El podio político que estaba contiguo a la tarima donde se oficiaba la misa causó uno que otro ruido que perturbaba mi paz. Henri Falcón y Lilian estaban empeñados en robarse el "show". No faltaron los que fueron a peregrinar a la virgen y terminaron fue lanzando papelitos para solicitar favores a estos, quienes alimentaron su ego sin vergüenza ni etiqueta. El final de la misa (que anuncia el comienzo de la procesión) fue el momento más emotivo de la mañana, en las afueras de la Iglesia de Santa Rosa. Cantos, plegarias, brazos levantados, gorras y sombreros aleteando con pétalos que caían de algún lugar se mezclaban, dando al lugar una energía estremecedora. Para cualquier persona sensible como este servidor, la experiencia que rayaba en lo místico será inolvidable.

Dejamos para el final la travesía a la Cascada del Vino. Subimos por El Tocuyo, desayunamos en el embalse Los dos cerritos, compramos hielo y agua mineral en Humocaro Bajo, y de ahí nos desviamos a unos paisajes maravillosos. La carretera es de tierra, pero está en muy buena condición. El corolla no pasó trabajo en ningún momento. La cascada nos hizo sentir déjà vu con La Gran Sabana y el agua fría del pozo es comparable a cualquier rio de Boconó. Bajamos por Barbacoas, San Pedro y esos 20 kilómetros (a lo sumo) fueron un lamento. La carretera está en muy mal estado y sin señalizaciones en las intersecciones, que tanta falta hacen en una vía tan desierta.

El balance fue sumamente positivo. Esta vez no tuvimos eventos indeseados y nos volvimos a venir con esa sensación de que Venezuela es un país bendecido que merece más, muchísimo más.