sábado, 9 de junio de 2018

Involución

¿Será que me saco esto de una vez por todas? ¿Quisiera vomitar todo este rollo existencial? ¿Será que algún dia podré dormir en paz? Sylvia busca papel y lápiz, y sin que le tiemble el pulso comienza a redactar…

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Desde su concepción, Sylvia fue muy consentida. Su llegada significó la salvación de un matrimonio que por las diferencias, estaba a punto de colapsar (él era demasiado nervioso y pragmático; ella flemática y perfeccionista). Así lo sentía él, así lo sentía ella. ¡Un mensaje de Dios! Ahora, ambos, tendrían algo propio que les motivaría a continuar mitigando la fatiga de la vida conyugal, y le daría sentido a muchos sacrificios que antes no tenían razón de ser, o simplemente no valían la pena: “El sexo no vale tanto”, —pensaba él; “es que hasta el sexo se ha vuelto mera formalidad”, —pensaba ella.
Sylvia fue un regalo de la vida: su inocencia, su carisma, su parecido físico a la madre y su manera de ser −copiada al calco del padre−, fue el enlace necesario y natural para revivir la pasión y el amor, que por la fricción y los egos de cada quién ya no sentían. De niña, tenía el cabello ondulado color ceniza, ojos grandes, azules y vivos que opacaban cualquier otro rasgo, una sonrisa a medio terminar que parecía más fingida que natural, pies planos que conllevaron al uso de zapatos ortopédicos y, un lunar en forma de mapa en la espalda baja, que eran el único −pero contundente− indicio físico de que era hija de su papá.

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Sylvia está cansada de tanto luchar contra un enemigo imperecedero: “el sentimiento de culpa”. Ya no tiene caso fracasar. Sólo alguien le importa, y con ella se va a justificar.
Veinte años atrás, una mañana normal, su padre retrocedía el carro, saliendo del garaje para ir a trabajar. De repente, siente que impacta con algo y de manera simultánea escucha el grito de su esposa, que estaba parada frente a la puerta de la casa. Al Percibir el drama en su rostro, frena con prisa y fuerza excesiva, invadido por los nervios. Sale del carro, aturdido por los gritos: “Silvia, Silvia… La niña…” Las piernas le temblaban; desesperado, dirigió la mirada hacia la parte posterior del coche y vió una silueta que yacía en el piso y, que había un zapato ortopédico muy cerca de la rueda; lo pateó con rabia (sabía que los músculos se relajan al momento de morir). Instintivamente sacó su arma de reglamento y haló el gatillo.

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Sylvia ha pasado toda su vida intentado recapitular mentalmente lo sucedido aquella mañana, contrariando a los psicólogos que le recomendaban olvidar. Tiene vacíos, pero se aferra con todas su ganas a mantener visible en su cabeza la imagen de su papá. A menudo la despierta el estridente sonido de la percusión, que ese día, súbitamente le hizo reaccionar. Para madre e hija, desde aquella mañana la vida jamás volvió a su normalidad. Su mamá nunca tuvo otra pareja y ella dejó de ser la misma; su precocidad le dio indicio de lo sucedido. Lloraba sin darse cuenta; en el colegio, en el parque, en el baño. Lo primero que hicieron fue mudarse. Intentaron vender la casa, pero nadie la quiso comprar. Nada borra el morbo que causa un suicidio y más cuando este llega a oídos de toda la vecindad.

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Sylvia quiere desahogarse, quiere exorcizar sus demonios, por tal razón escribe la carta para intentar aclarar que está consciente de su decisión. Desde que murió su madre, cinco años atrás, en el funeral, comenzo a considerarlo.
A medida que fue creciendo, una escena en especial, recurría con frecuencia: ella y su padre, camino al pre-escolar y sus diálogos: “papi, por qué chocan contra el vidrio”, —le preguntaba cada vez que una o varias mariposas se estampaban contra el parabrisas del carro. La respuesta de su padre variaba, dependiendo del estado de ánimo: “Para mostrarnos su belleza, Silvia”, “Porque no se fijan por donde van”; o algunas más complejas como: “Porque temen volver a ser orugas”, “Porque son unas kamikazes”. A cada respuesta de él, surgía otra pregunta de ella, lo que hacia la historia de nunca acabar. A medida que fue creciendo, más indagaba acerca del tema. Cuando googleo que “Sylvia” era el nombre de una conocida especie de mariposa, hecha un manojo de nervios le preguntó a su mamá: de dónde escogieron mi nombre: “ese fue tu papá, quién desde que supo que ibas a ser una niña, quiso llamarte así, y no recuerdo el porqué…”. En otra oportunidad, Sylvia dejó a todos impresionados en la clase de Historia Universal cuando con simpleza aclaró que el término “kamikaze” no tenía nada que ver con “suicida” en Japón. Tampoco consideraba kamikaze ni suicida a su papá, porque sabía que él había actuado de manera instintiva.

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A sus veinticinco años, Sylvia se ha descuidado, mantiene la misma cara de niña, aunque tiene unas pecas que le dan otro matiz; los ojos azulados ya no brillan como antes. No hace dietas, aunque está muy flaca y, no le preocupa en lo más mínimo su apariencia. Se resiste a toda costa a relacionarse porque no quiere sobrecargar a otra persona con su carga emocional. A veces siente necesidad de compañía, pero hay otros fantasmas que la hacen a claudicar. Los sentimientos de culpa y de desgracia le tienden emboscadas y no la dejan en paz. En la redacción cuenta con lujo de detalles todo lo que sabe desde el día de la muerte de su papá. Habla de sus sueños, de sus pesadillas, de las conversaciones que de vez en cuando tenía con su mamá. No quiere dejar cabos sueltos y se concentra en recordar. La vida no es tan cruel (a fin de cuentas), siempre nos muestra una puerta de emergencia. Hace una pausa para preparar el brebaje; el día está soleado y un tropel de recién transformadas mariposas vuela del lado de afuera del ventanal. Toma un sorbo de la bebida y se sienta a esperar por los síntomas que, según leyó, de un momento a otro se van a manifestar. Está nerviosa y divaga. Comienza a ver orugas, ve la imagen nítida de su papá, se ve a ella misma corriendo con un zapato en la mano sin fijarse en el carro que comienza a andar; se ve reflejada en los ojos de él, y detrás ve corriendo a su mamá… La imagen se va nublando, escucha voces, la voz de su papá que le grita… Se arrastra, se siente como una oruga; cada vez  más débil, minúscula, ya no sabe si sueña o simplemente comenzó el viaje a la tranquilidad…

P.D. Chester, Anthony, miles...