miércoles, 17 de noviembre de 2010

Esperanzas

Es sábado al mediodía, el sol resplandeciente se refleja en el asfalto y en las calles no se ve un alma. Detrás de la fachada de una de las casas de la calle libertad, una imperturbable paz reina en la residencia de cuartos de alquiler. Las paredes ocultan el desenlace que se vive en una de las habitaciones. Quienes la protagonizan han vivido allí los últimos dos años. Conocen el barrio de pies a cabeza. Desde que ella decidió ir a vivir junto a él, arrendaron en ese lugar. Han hecho amistades basadas en la solidaridad con los vecinos y también se la llevan bien con la dueña, porque jamás se han atrasado con la mensualidad.
La casa que hace las veces de residencia es de dos plantas. La entrada al segundo piso es independiente de la planta baja. Ellos están en la parte superior junto a otros tres cuartos de alquiler, con los que comparten la cocina y el lavadero. Es una posada humilde, aseada y aparentemente segura; habitada en su mayoría por trabajadores de la economía informal. Él tiene un título en Educación Superior, pero no ha podido ejercer su profesión; trabaja como motorizado en Domino´s Pizza repartiendo a domicilio. Ella trabaja para una tienda infantil donde se gana la vida inflando globos y empacando juguetes con papel de regalo.
En ese cuarto de alquiler, en el centro de la cama matrimonial, una beba de cinco meses juega con sus manos y repite sin cesar: “aaa…”, ajena a la tensión que se respira en la habitación. Sentada en el borde de la cama, la mamá de la niña mira de un lado a otro sin blanco fijo, evitando a toda costa encontrarse con su mirada. El papá en cambio, termina de arreglar todo lo que se tiene que llevar.
Ella con voz calmada le dice que se dé prisa: tiene que almorzar, ducharse, bañar a la niña, darle pecho y llevarla a donde la cuidan, antes de entrar al turno vespertino.
El asiente: “creo que ya terminé…”, mientras echa un último vistazo aparentando cerciorarse de que no olvida nada personal; en realidad quiere escuchar a la niña un rato más. Está consciente de que cuando salga por esa puerta, quizá no vuelva a pisar ese cuarto otra vez. La conoce bien y sabe lo decidida que es; aún si se llegará a arrepentir no dará marcha atrás. Y la niña es muy parecida a ella a pesar de la corta edad, su misma cara, su mismo carácter, la misma agudeza mental que le hace elogiarla cada vez que alguien le preguna por la bebé. Se da cuenta de lo maravilloso que es ser papá, y se avergüenza de lo que antes criticaba, cuando escuchaba a alguien desvivirse en elogios para con sus hijos y decía en son de chanza: “dentro de dos décadas seremos un país de superdotados, porque todos los niños de ahora son táaan inteligentes...”
La relación viene en deterioro paulatino. Ya a estas alturas no se gritan ni se ofenden. Superaron esa etapa para entrar a una más cruda. Ahora no se tocan, se ignoran, se evitan. Antes solían paliar sus diferencias amándose, el sexo era el ancla que les mantenía unidos. Ahora es diferente, ella ha notado cambios en su cuerpo desde que dio a luz. Tomando como excusa la abstención sexual post parto y el amamantamiento de la niña, no cede a las cada vez menos frecuentes insinuaciones de él.
Ella con la mano derecha comienza a acariciar a la niña, que frustrada por no poder sentarse por sí misma ha comenzado a llorar. Se cansó de pujar, de mover la cabeza como tortuguita, de pelar los ojos como si con ello fuera a levitar.
Él escucha el llanto e instintivamente tiene ganas de llorar. Se siente traicionado por sus sentimientos: “no es momento de mostrar debilidad”, se lo juró antes de comenzar a empacar. Comienza a sentir que algo le sube por el aparato digestivo en reversa, y hace lo posible por retenerlo en su garganta. Se da prisa para no quedar expuesto ante ella. Quiere abrazar a la niña, callarla como siempre lo ha hecho, balanceándola en sus brazos sin parar. Quiere prometerle todo lo que jamás le podrá dar…
Se recompone y toma las valijas, un bolso de marca y un par de bolsas improvisadas. No intenta decir palabras por temor a no poderlas pronunciar, opta por despedirse con gestos. La niña sigue llorando, también su mamá se ha puesto a sollozar, pero él no lo nota, porque está pendiente de sí mismo, de no tropezar.
Al salir empuja la puerta con la pierna como puede, sin detenerse. La puerta queda entreabierta, y el sigue a paso firme. A lo lejos escucha el llanto de la niña y se escucha como si sollozara alguien más. Supone que es él, que ahora ha dejado escapar un par de lágrimas. No siente calor ni hambre, ni siquiera siente cada paso que da.
Abre la puerta que da a la calle con un juego de llaves que nunca desechará, ni cuando se le apaguen las últimas esperanzas de que ella le pida regresar. Sabe que eso no sucederá, pero el ser humano primero muere antes que dejar de soñar. El llavero es una figura cromada en espiral incompleta; ella tiene la otra mitad. Comienza a caminar hacia donde está la parada del autobús. Va ensimismado. De repente escucha un grito detrás, amenazante, que le exige le entregue todo. Tarde se da cuenta de que lo vienen a robar; se resiste.
En la habitación, ella se estremece y medio se arregla para bajar. Toma en sus brazos a la niña que no para de llorar. ¡Va a buscarlo! En un santiamén se dio cuenta que la separación es más fuerte que los problemas que quiere evitar.
Cuando abre la puerta que da a la calle pasa una ruidosa moto frente a la casa. La sigue con la mirada y se percata de que uno de los motorizados lleva su bolso. Nerviosa gira la vista en dirección contraria y en principio no ve nada. Vuelve la vista hacia donde se aleja la moto, que ya está en un punto distante y difuso en el espejismo. Vuelve a girar la mirada y echa a correr, con la niña en brazos.
Lo encuentra en cuclillas, con ambas manos puestas en el abdomen, ejerciéndose presión. No encuentra que hacer con la niña y comienza a gritar.
Salen los vecinos, la calma se vuelve desesperación. Lo montan en un carro y se lo llevan a toda prisa. Sigue perdiendo sangre, la herida parece profunda. La gente en la vecindad se queda especulando y comentando acerca de lo sucedido. La dueña de la residencia es una de las que más lamenta la situación: “¡ojalá se salve! Es un buen muchacho y ella que lo quiere mucho, si se muere el muchacho capaz que ella se muere también…”
A él lo acomodan en el asiento trasero del auto, va semi-acostado, con la cabeza apoyada sobre la pierna de ella, por instinto sigue presionando sobre la herida. Ella va rezando a trompicones. La niña se queda dormida en el trayecto al hospital. Llegan directamente a urgencias donde lo comienzan a atender, pero al percatarse de la gravedad de inmediato lo pasan al pabellón quirúrgico.
Al rato sale uno de los doctores del sitio restringido. Ella con la niña en brazos le pregunta por su condición: “Es delicada, la herida rozó algún órgano vital, pero tenemos esperanzas…”

Fin

lunes, 1 de noviembre de 2010

Es tan poco...

***
Nunca antes se había visto tan perfecta frente a ese espejo como aquella madrugada. Lucía radiante viéndose en el mismo reflejo que tantas otras veces le hizo llorar de obstinación, cuando resaltaban ante sus ojos críticos detalles que dejaban al descubierto lo que para ella eran graves imperfecciones faciales. Era demasiado exigente consigo misma y, vivía obsesionada con algunos defectos que sólo ella notaba, después de exhaustivos análisis: “Que si le había salido una nueva peca, o que tenía las orejas muy hacia afuera, o el tabique nasal desviado, o tantas otras rarezas que variaban de acuerdo a su estado de ánimo”.
Claudia era pesimista por naturaleza ─a pesar de que nunca le habían faltado galanes dispuestos a enamorarla─. Se consideraba poco agraciada al compararse a sí misma con las chicas más guapas y coquetas de la clase, cuando en realidad poseía una belleza natural que aunque no deslumbraba a primera vista, hacía juego con su forma de ser: callada y con cierto aire de intelectual.
***
Mario, desde el primer momento manifestó admiración hacía ella y eso le había devuelto la esperanza, y el buen ánimo a su vida, que entre tanto estudio y preocupaciones, la hacían sentir infeliz.
Se habían conocido casualmente en el autobús un día que les tocó compartir asientos contiguos. Ambos vivían en la misma ciudad, a unos 250 kilómetros de donde estudiaban. Ella de 21 años, cursaba ya el 8.º semestre de la carrera. Él apenas iba por el 2.º. Ella, de clase social media, vivía cerca de la Universidad, en un apartamento alquilado. Él, vivía en una residencia barata, hacinado junto a un montón de estudiantes que hacían soportables sus penurias, parrandeando y burlándose de la vida.
***
Esa madrugada: Claudia sonrió, y su sonrisa no hizo más que ruborizarla y hacerla sentir aún mejor. Se hizo a sí misma un gesto de aprobación. Había pasado la noche despierta y ni siquiera se le notaban esas minúsculas bolsitas debajo de los ojos, que tantas otras veces quiso hacer desaparecer a fuerza de cremas. ¡Se sentía divina, llena de emoción! Quería congelar ese momento, hacerlo eterno. Estaba acelerada y con ganas de hacer tantas cosas a la vez, que al final se sorprendió bailando sola, en la pequeña sala de baño de su cuarto.
─Mierda ─se dijo en voz alta─. Mario pensará que me morí.
Abrió la puerta a medias y sacó medio cuerpo para avisarle que ya iba, pero lo que vio le hizo callar. Su agudo instinto le dijo de inmediato que algo no iba bien. La alegría embriagante que sentía se esfumó, se apagó como le pasa habitualmente a los fanáticos del fútbol cuando su equipo recibe un gol en el minuto final del partido.
***
Ella quería hacer de esa noche algo perfecto, y hasta el momento todo marchaba según lo imaginado. Se había dedicado por completo a ello durante la semana anterior, porque era enemiga de la improvisación: “el vino, las copas, pizza, fresas, chocolates, los regalos y la música de fondo escogida en estricto orden para la ocasión”.
No quería que la primera experiencia sexual de Mario fuera traumática, ni parecida a la de ella.
Claudia siempre pareció mayor en lo físico y en la manera de comportarse, respecto a las chicas de su edad. Y esos aires de madurez ─de los cuales estuvo consciente todo el tiempo─ terminaron costándole caro. La vida le restregó de un tirón la vulnerabilidad e inocencia, que ella a menudo atribuía a sus amigas y de la cual se sentía inmune. Cuando sus compañeras de clases ─en el último año de la secundaria─, celebraban en grupo los besitos que se daban con los chicos de su entorno, ella en secreto jugaba con fuego, dándole vuelo a las intenciones del profesor de Educación Física.
¡Hasta que llegó el día! El profesor haciendo uso de sus experimentadas manos y palabras galantes, halló a una Claudia indefensa o cansada de tanto resistirse; y logró convencerla de que le acompañara a un lugar más privado. En el motel, estaba prohibida la entrada a menores de edad, pero él hizo valer su condición de cliente frecuente, para lograr entrar con una Claudia a simple vista muy nerviosa, sin inconvenientes.
En menos de dos horas, salían del motel. Él acusaba prisa y Claudia ya desflorada y sin goce, lloraba por dentro de rabia y frustración. Sin el menor atisbo de delicadeza, no se ofreció a llevar a Claudia hasta su casa, como lo había hecho algunas otras veces. Valiéndose de excusas que ella no ripostaba, la dejó en la parada del autobús que a ella le venía bien.
Los pocos minutos que Claudia tuvo que aguardar en la estación se le hicieron insoportables. Ansiaba llegar a su cuarto, desesperada por estar sola y por llorar. Al llegar a casa encontró a su mamá en la cocina, y evitó su mirada a toda costa. Sentía que caminaba con las piernas más abiertas de lo normal, y que si su perspicaz madre la viera enseguida iba a notar que había perdido la virginidad.
Llena de vergüenza, llegó directo a bañarse y a revisarse minuciosamente. Se reprochaba a si misma por ser tan inocente y por haberse dejado engañar. Juró no volver a dirigirle la palabra al profesor.
***
Mario estaba sentado en el centro de la cama, ya se había puesto el jean pero aun tenía el torso descubierto, en posición de quien va a mitad de camino mientras hace una abdominal, con los brazos entrecruzados, sosteniendo las piernas semi-arqueadas.
Eran las cinco de la mañana y ambos lucían muy despiertos. De fondo el Concierto de Aranjuez sonaba por enésima vez. El libro de poesías de Benedetti ─uno de los tantos regalos que Claudia le había dado esa noche por su cumpleaños número 19 y que leyeron cuerpo a cuerpo, como preámbulo a la cópula sexual─ estaba abierto en el poema: “Es tan poco…”
Ella corrió a su encuentro, queriendo recuperar el control de la situación.
─Luces muy sensual en esa posición ─le dijo en voz baja, mientras se le sentaba a su lado─. Pareces una escultura griega, acabada de…
─De desvirgar… ─terminó él la frase.
─Sería algo muy original ─sonrió ella, invitando a Mario con un gesto, a sonreír también─. “El Follón de Aquiles”.
─En un rato me iré de viaje a casa a compartir lo que queda del cumpleaños con mi familia.
─¡Qué bien! No sabía que tenías pensado viajar este fin ─comentó, sorpendida─. ¿Si quieres te acompaño? así conozco a tus padres.
─¡No! Quiero ir solo.
─¿Acaso no te gustó lo que hicimos esta noche? ¡Discúlpame si hice o dije algo que te hizo sentir mal…!
─No se trata de eso, yo sabía lo que iba a pasar esta noche. Y no me arrepiento de nada. Has sido un amor… ─dijo al momento que se ponía de pie y se terminaba de vestir.
Ella se levantó de un brinco y reaccionó, hincándose de rodillas ante él.
─¡Permíteme que te acompañe, siquiera en el viaje! Cuando lleguemos allá, me voy a mi casa y prometo no verte hasta mañana cuando nos toque regresar.
─¡Levántate por favor! No hagas de esto una situación penosa. Quiero viajar solo, necesito pensar.
Ella comenzó a llorar y a reprocharle:
─Tenían razón mis amigas, eres un niño. Yo no hago más que consentirte y mira como me pagas… ¿Sabes? Hay muchos en la Universidad, caballeros en todo el sentido de la palabra, que quisieran estar conmigo. ¡Y tú no valoras eso! Yo no tengo necesidad de humillarme de esta manera ante ti.
Mario salió del cuarto a toda prisa, evitando escuchar los reclamos. Debajo del brazo el libro de poemas y el ipod que Claudia le regaló, para que escuchara música durante los viajes o cuando fuera a trotar.
Claudia volvió al baño y aguantó las ganas de aventar contra la pared el perfume, que era el último regalo por dar.
Cuando se vio al espejo, ahí estaban todos los defectos, haciéndola sentir mal otra vez…

FIN