miércoles, 26 de septiembre de 2018

Confieso


Habacuc 2:5 {un hombre físicamente capacitado es soberbio]

Vi a un muerto. Lo vi a los ojos. Esos ojos que estaban a punto de apagarse. Supe al instante que (él) no tenía fuerzas para sostenerme la mirada. ¡Él también lo sabía!

Hizo una mueca, o quizá un acto involuntario de contrariedad, pero lo que le salió fue un gesto penoso. Adiviné sus temores: me apresuré a decirle que no había razones para disculparse. Mucho antes habíamos hablado de este tema. Tiempo atrás cuando ambos estábamos llenos de vida: ¡soberbios! Nuestra relación siempre se basó en un constante desafío, llevando al límite nuestros temperamentos, enojarse era ceder. Bien claro tenía que: mostrarle cualquier indicio de misericordia solo iba a empeorar su ánimo, aunque no tardé en darme cuenta de que esta situación le había cambiado de manera drástica. 

¡Estoy hablando con un muerto!, pensé; y me sentí muy avergonzado por ello. Él era más que un amigo, como imaginarme eso en su presencia.

Me dijo entre balbuceos que eso que le estaba pasando no se lo deseaba a nadie; ni a su peor enemigo (palabras textuales de quién siempre se jactó de no usar frases comunes). No se refería a la muerte, que cuando viene de sorpresa, le causa más dolor a los seres queridos que al pobre muerto. Eso ya lo habíamos hablado harto, cuando en uno que otro velorio veíamos a la viuda o a los huérfanos llorar desconsoladamente, mientras el difunto parecía que se hacía el importante, detrás del vidrio, en la aciaga urna.

Sufrió mucho, pero lo que más le atormentaba en los momentos de lucidez era la incertidumbre. “Fulanito murió de cáncer, a sultano lo mató el vicio, a perencejo un infarto; en cambio a mí, ese empeño de la muerte en jugar conmigo, esta paulatina descomposición de mi cuerpo, que me ha llevado al hartazgo y rotundo rechazo de los placeres de la vida, de los cuales siempre me jacté: comer, beber, dormir: todo me molesta, me asusta, me obstina, me hace desear la muerte. Sabes qué: estos días en cama me han dado mucha tela, cuando me recuperé voy a escribir una novela”: ambos sabíamos que mentía.

Lamentó no haberse muerto en aquel accidente de tránsito. Divagaba. Me habló de cuando el paro, no sabía porque ahora no se podía sacar de la mente la imagen de aquel colega ahorcado. En la Comunidad Cardón, diciembre 2002, enero 2003, cómo un sitio tan tranquilo se convirtió en un infierno. Terror psicológico. Niños expulsados de la escuela por militares, vecinos evacuados a la fuerza; desprecio, rabia, suicidios. Lo que más nos dolió fue como las familias que no se unieron al paro retornaron a su rutina tan tranquilos, normales: extraños.

“Esta incertidumbre de no saber lo que tengo. Esta pensadera ya me tiene muerto en vida". Él que no era ni sentimental ni creyente, que nunca le tuve apego a la vida, es decir; asumió desde hace mucho tiempo la muerte como algo natural. Eso sí, correcto al ciento por ciento. Ético, ajeno a lo inmoral.

“Si tan solo supiera que tengo: cáncer, sida, cualquier enfermedad terminal: me pegara un pepazo. Pero los médicos, los exámenes, los escáner; dicen que no tengo nada. No sé si para darme ánimo, comentan que hay quienes un día simplemente se siente bien, se paran y se van a su casa, a seguir con su miserable vida, normales, desgraciados. Mi mente se aferra a ello, si esos débiles superaron esto, yo también. Pero a la siguiente recaída, todo empeora. No me reconozco, debo admitirlo”.

Ese día fue la última vez que le vi, que conversamos. No tuve valor para ir a su funeral. Quién iba a pensar que yo, tan soberbio, tan fuerte; me iba a sentir tan acabado por su muerte. Por algo tan natural. Para morirse lo único que hace falta es estar vivo. Yo que siempre me jacté de usar frases comunes para reírme de la vida. ¡No me reconozco!, debo admitirlo.


sábado, 9 de junio de 2018

Involución

¿Será que me saco esto de una vez por todas? ¿Quisiera vomitar todo este rollo existencial? ¿Será que algún dia podré dormir en paz? Sylvia busca papel y lápiz, y sin que le tiemble el pulso comienza a redactar…

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Desde su concepción, Sylvia fue muy consentida. Su llegada significó la salvación de un matrimonio que por las diferencias, estaba a punto de colapsar (él era demasiado nervioso y pragmático; ella flemática y perfeccionista). Así lo sentía él, así lo sentía ella. ¡Un mensaje de Dios! Ahora, ambos, tendrían algo propio que les motivaría a continuar mitigando la fatiga de la vida conyugal, y le daría sentido a muchos sacrificios que antes no tenían razón de ser, o simplemente no valían la pena: “El sexo no vale tanto”, —pensaba él; “es que hasta el sexo se ha vuelto mera formalidad”, —pensaba ella.
Sylvia fue un regalo de la vida: su inocencia, su carisma, su parecido físico a la madre y su manera de ser −copiada al calco del padre−, fue el enlace necesario y natural para revivir la pasión y el amor, que por la fricción y los egos de cada quién ya no sentían. De niña, tenía el cabello ondulado color ceniza, ojos grandes, azules y vivos que opacaban cualquier otro rasgo, una sonrisa a medio terminar que parecía más fingida que natural, pies planos que conllevaron al uso de zapatos ortopédicos y, un lunar en forma de mapa en la espalda baja, que eran el único −pero contundente− indicio físico de que era hija de su papá.

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Sylvia está cansada de tanto luchar contra un enemigo imperecedero: “el sentimiento de culpa”. Ya no tiene caso fracasar. Sólo alguien le importa, y con ella se va a justificar.
Veinte años atrás, una mañana normal, su padre retrocedía el carro, saliendo del garaje para ir a trabajar. De repente, siente que impacta con algo y de manera simultánea escucha el grito de su esposa, que estaba parada frente a la puerta de la casa. Al Percibir el drama en su rostro, frena con prisa y fuerza excesiva, invadido por los nervios. Sale del carro, aturdido por los gritos: “Silvia, Silvia… La niña…” Las piernas le temblaban; desesperado, dirigió la mirada hacia la parte posterior del coche y vió una silueta que yacía en el piso y, que había un zapato ortopédico muy cerca de la rueda; lo pateó con rabia (sabía que los músculos se relajan al momento de morir). Instintivamente sacó su arma de reglamento y haló el gatillo.

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Sylvia ha pasado toda su vida intentado recapitular mentalmente lo sucedido aquella mañana, contrariando a los psicólogos que le recomendaban olvidar. Tiene vacíos, pero se aferra con todas su ganas a mantener visible en su cabeza la imagen de su papá. A menudo la despierta el estridente sonido de la percusión, que ese día, súbitamente le hizo reaccionar. Para madre e hija, desde aquella mañana la vida jamás volvió a su normalidad. Su mamá nunca tuvo otra pareja y ella dejó de ser la misma; su precocidad le dio indicio de lo sucedido. Lloraba sin darse cuenta; en el colegio, en el parque, en el baño. Lo primero que hicieron fue mudarse. Intentaron vender la casa, pero nadie la quiso comprar. Nada borra el morbo que causa un suicidio y más cuando este llega a oídos de toda la vecindad.

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Sylvia quiere desahogarse, quiere exorcizar sus demonios, por tal razón escribe la carta para intentar aclarar que está consciente de su decisión. Desde que murió su madre, cinco años atrás, en el funeral, comenzo a considerarlo.
A medida que fue creciendo, una escena en especial, recurría con frecuencia: ella y su padre, camino al pre-escolar y sus diálogos: “papi, por qué chocan contra el vidrio”, —le preguntaba cada vez que una o varias mariposas se estampaban contra el parabrisas del carro. La respuesta de su padre variaba, dependiendo del estado de ánimo: “Para mostrarnos su belleza, Silvia”, “Porque no se fijan por donde van”; o algunas más complejas como: “Porque temen volver a ser orugas”, “Porque son unas kamikazes”. A cada respuesta de él, surgía otra pregunta de ella, lo que hacia la historia de nunca acabar. A medida que fue creciendo, más indagaba acerca del tema. Cuando googleo que “Sylvia” era el nombre de una conocida especie de mariposa, hecha un manojo de nervios le preguntó a su mamá: de dónde escogieron mi nombre: “ese fue tu papá, quién desde que supo que ibas a ser una niña, quiso llamarte así, y no recuerdo el porqué…”. En otra oportunidad, Sylvia dejó a todos impresionados en la clase de Historia Universal cuando con simpleza aclaró que el término “kamikaze” no tenía nada que ver con “suicida” en Japón. Tampoco consideraba kamikaze ni suicida a su papá, porque sabía que él había actuado de manera instintiva.

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A sus veinticinco años, Sylvia se ha descuidado, mantiene la misma cara de niña, aunque tiene unas pecas que le dan otro matiz; los ojos azulados ya no brillan como antes. No hace dietas, aunque está muy flaca y, no le preocupa en lo más mínimo su apariencia. Se resiste a toda costa a relacionarse porque no quiere sobrecargar a otra persona con su carga emocional. A veces siente necesidad de compañía, pero hay otros fantasmas que la hacen a claudicar. Los sentimientos de culpa y de desgracia le tienden emboscadas y no la dejan en paz. En la redacción cuenta con lujo de detalles todo lo que sabe desde el día de la muerte de su papá. Habla de sus sueños, de sus pesadillas, de las conversaciones que de vez en cuando tenía con su mamá. No quiere dejar cabos sueltos y se concentra en recordar. La vida no es tan cruel (a fin de cuentas), siempre nos muestra una puerta de emergencia. Hace una pausa para preparar el brebaje; el día está soleado y un tropel de recién transformadas mariposas vuela del lado de afuera del ventanal. Toma un sorbo de la bebida y se sienta a esperar por los síntomas que, según leyó, de un momento a otro se van a manifestar. Está nerviosa y divaga. Comienza a ver orugas, ve la imagen nítida de su papá, se ve a ella misma corriendo con un zapato en la mano sin fijarse en el carro que comienza a andar; se ve reflejada en los ojos de él, y detrás ve corriendo a su mamá… La imagen se va nublando, escucha voces, la voz de su papá que le grita… Se arrastra, se siente como una oruga; cada vez  más débil, minúscula, ya no sabe si sueña o simplemente comenzó el viaje a la tranquilidad…

P.D. Chester, Anthony, miles...

martes, 22 de mayo de 2018

Mal Bicho


Cuando vi aquel video donde el malbicho sacaba la empanada (no aprecié en detalle si fue de una gaveta o de un recipiente lleno de empanadas), en una transmisión de las tan aborrecibles “cadena nacional”, y la mordía con más gula que hambre; tuve sentimientos encontrados. Por un lado, porque me encantan las empanadas, y por otro por ver como ese mediocre malbicho no repara en dejar en ridículo a Venezuela cada vez que puede. Desde ese día no dejó de asociarlo con esa escena. Lo imagino celebrando cada atrocidad que comete mordiendo una empanada. La ruta del avión presidencial es la ruta de la empanada. Su figura parece una empanada operada y sus fieles seguidores una empanada sin relleno.

El malbicho está feliz porque se siente ungido. Baila como quien quiere ser el personaje principal de la fiesta. El trucutú y su mazo, parecen envidiar que esté ha resultado ser más malbicho que él. Ambos huelen a azufre, para quienes tenemos un poquito de imaginación.

La sensación es la de que el país está todavía tratando de asimilar lo que pasó. Pocos creen que ocho millones votaron el pasado domingo. Yo no voté, aclaró; aunque si firmé en el 2002 y todavía sigo esperando…

Ver que hay quienes (uno sabe) están sufriendo lo mismo que la mayoría, celebrar en las calles o en las redes sociales este triunfo de la ignominia, nos deja claro que puede más el resentimiento que las ganas de vivir en paz. Así prediquen amor y felicidad, sus complejos le delatan. Diferente es el caso de quienes fueron a votar en contra de su voluntad, cada quien con sus razones y hoy sienten —una vez más— que se les acaba el mundo. Peor escenario el de aquellos venezolanos de bien a quienes estas elecciones les agarró cruzando una frontera en precarias condiciones.  A ellos, todo el apoyo.

Ojalá pudiera escribir con la fluidez de quien convence con una sola sonrisa. Decirles que no puede haber progreso entre tanto abuso. Que no puede haber cambio sin riesgo. Sin fricciones ni mensajes entre líneas. No tengo ese don. Las comas, los conectores, las manías me sabotean el mensaje.
La culpa no es de la empanada, eso siempre lo he tenido claro: ¡MALBICHO!