miércoles, 16 de enero de 2019

11 de enero y contando...


Mayito, al igual que todos en la cuadra donde residía, se acostó en su hamaca el día miércoles nueve de enero en la noche, como un día cualquiera. Más allá del ruido en las redes sociales, en el barrio se vivía un ambiente normal.  El principal tema de conversación y movida que había se refería a los productos que iban a llegar al supermercado al día siguiente. Para cualquier extraño, resultaba interesante por decirlo, como entre vecinos se sabían de memoria en qué dígito terminaba el número de cedula de identidad de cada quien: llamen a “la negra” y avísenle que salimos a las cinco; carolina dice que tiene migraña y que como ahora los de la tercera edad no tienen prioridad y tienen que hacer la cola con el resto no va a ir; ana tampoco se anota porque la última vez le dio un soponcio y le dijo a su marido que si quería comer arepa de harina pan, pues que fuera a hacer la cola él cuando le toque. “Según, él no digiere bien esa masa y se le metió en la cabeza que la están ligando con alguna vaina rara que lo pone duro que coma yuca entonces si es tan delicado porque para beber miche sí que no pone peros y eso si está ligado con amoníaco”.

Yo que crecí con ellos, pregunté por otros nombres (solo para cerciorarme), a ninguno de los que nombré les toca me respondieron a coro: su número de cédula termina en x, y o z… y a chela si le toca pero como ella tiene convenio puede ir a las siete y tiene su harina segura. Cuando pregunté qué era eso de convenio tuvieron la paciencia de explicarme porque sabían que mi ignorancia era sincera y además tenía que empezar a empaparme con todo lo que de ahora en adelante me iba a tocar vivir. Por cierto, mi número de cédula termina en dos, fue lo único que añadí.

Al día siguiente todo fluía sin nada extraordinario que resaltar. Pasado el mediodía regresó el grupito de vecinos que fue por los dos kilos de harina, un kilo de arroz y un kilo de azúcar. Calculado a vuelo de pájaro el combo costó un poquito menos de un dólar al precio paralelo. Con eso se resuelve la semana administrándolo bien, comenté. “No es semanal, sino quincenal. Los miércoles toca a los números cuatro y cinco, pero una semana cuatro y la otra cinco, entonces es cada quince días y eso si llega la gandola y no siempre son los mismos productos a veces jabón y papel.”

No fue sino hasta el día once en la mañana que el barrió convulsionó. El hijo de mayito que trabaja de vigilante en un ministerio y que estaba encuartelado desde el día nueve, consiguió el cuerpo hinchado y pútrido. Solo en ese momento comenzó a caer en cuenta de que no tenía los recursos ni la idea de cómo resolver. La dirigente comunal le aconsejó comunicarse con el ministerio donde trabajaba. Él, que había asistido a un par de velorios suponía que le iban a apoyar. “No, el convenio con la funeraria no cubre a todo el personal, solo a los que son grado 99; no, ni siquiera para la urna, el presupuesto no da; no, ni siquiera para la preparación; no, no y no…”

Entre llamadas fallidas e ideas frustradas pasaba el tiempo empeorando la situación. Le pusieron un ventilador para mantener el cuerpo fresco, pero el olor se intensificó. Al caer el mediodía el techo de zinc saboteaba cualquier invención. Nadie se atrevía siquiera a tocar el cadáver. Lo único que se permitieron hacer fue aflojar el mecate de la cintura que mayito usaba como correa para que no se le cayera el ruyido “short de bluyín”, porque según alguien comentó: se le estaban ahorcando las tripas. Y así pasaba el tiempo.

Cuando parecía que el cuerpo iba a explotar como un globo, como en las comiquitas, como en las películas; cundió el pánico. Curiosos que apenas conocían a mayito en vida, no aguantaban la miseria del muerto y lo lloraban como a un pariente. A trancar la calle, alguien gritó. A cerrar la calle todo el mundo se abocó. Pero nada pasaba. A trancar la avenida paralela (que tenía mayor circulación), a quemar cauchos.

De la nada apareció un camión de bomberos y una patrulla. Los bomberos como si nada extraordinario estuviera sucediendo preguntaron dónde estaba el cuerpo. Ni siquiera bajaron la camilla cuando inhalaron el olor. Par de bolsas negras extragrandes y mascarillas. Minutos después abandonaban el lugar con el cuerpo de mayito, justificando que solo seguían instrucción y que el cuerpo va a ser tratado cumpliendo con las normas sanitarias; en simultáneo la policía se ocupaba de destrancar las vías de circulación.

En la última noche no faltaron las anécdotas y chistes sobre mayito. Por allá su hijo se echaba otro lagañazo de cocuy. No ha vuelto al trabajo: “le dijeron sus colegas que vinieron al novenario que mandó a decir el jefe que se reintegrara antes de fin de mes que no lo van a botar”. Todavía no han devuelto los devaluados bolívares que se dieron para el pernil. Los mil de mayito se usaron para el café.

Quién iba a imaginar que mayito sería el muerto más llorado de Coro. Ni el más guapo contuvo el llanto al verlo en ese estado de descomposición. Tan revolucionario que era, dijo su compadre. Se ponía muy bravo cuando le recordaba que él y yo bastante campaña que le hicimos a Carlos Andrés. ¡Qué tiempos aquellos!

jueves, 10 de enero de 2019

10 de enero y no hay colchonetas para tanta gente

Son las 10 de la mañana y no ha pasado nada, nada extraordinario quise decir.

En el Hospital General, hace par de horas alguien dio a luz en el estacionamiento, en una sala de parto improvisada. No había cama disponible y las enfermeras la mandaron a darse otra vuelta por ahí, la enésima en las últimas 4 horas. Esta vez bajó a las áreas verdes y quizá por tanta naturaleza sintió como ganas de orinar, y sabía que esas ganas no eran normales y que el baño estaba muy lejos, inalcanzable, más la cola que siempre había en la puerta. Tomó la decisión más fácil, sin pensarlo dos veces. Y mientras orinaba sintió un flujo extraño, cuando miró ahí estaba la cabeza: afuerita. ¡Gritó fuerte!, su hermana que estaba cerca también vio la mollerita y salió corriendo al pabellón. Las enfermeras como si nada, porque no pasaba nada extraordinario, vinieron al estacionamiento; eso sí, caminando apuraditas y con las herramientas que tenían disponible: manta y ventosa. Los guantes, gasas y todo lo demás corría por cuenta del paciente.

La parturienta entre pujos y gritos, le dijo a la hermana que pendiente de sus sandalias y del gatorade.

La enfermera, con un gesto de desaprobación le dijo a la colega: "tan pilas que se las dan..."