lunes, 4 de abril de 2011

In medias res

Igual que todas las recientes noches anteriores, mecánicamente, cada uno se acostó en un extremo de la cama dándole la espalda al otro, negándose el beso de buenas noches. La misma discusión sin llegar a ningún acuerdo no hacía más que resaltar las características menos agradables de cada uno. Se hablaron en un elevado tono de voz y, ya ni siquiera defendían con argumentos su posición. El asunto se había convertido en una mera confrontación de egos; como quienes pulsean, se miraban a la cara con rabia y ninguno estaba dispuesto a ceder.
Últimamente, ella no dormía bien y se levantaba con dolores de cabeza, pero esta vez cayó profundo. Soñaba que estaba en un vivero natural, al pie de una majestuosa montaña donde todo era verde y apacible; y ella era las más bella flor del lugar, hecha a la perfección ─prolijamente moldeada a semejanza de otras─, con las mejores virtudes de cada cual. Tenía la sensualidad y elegancia del jazmín; la altivez de la rosa amarilla que levantaba celos en las demás; la indiferencia de la hortensia que le permitía ignorar a quienes hablaban mal de ella; la fragancia cautivadora del geranio y la sutileza al tacto del singonio… Dados sus aires de superioridad, veía a las demás flores imperfectas, desgraciadas, llenas de espinas que delataban su rencor. Llegó incluso a sentir lástima por ellas, pero eso no afectaba en los más mínimo sus emociones. Ella era perfecta, esa era una razón más que suficiente para estar feliz.
A su lado, él también soñaba con una flor. Con una flor femenina que siendo voluptuosa y frívola, estimulaba la lujuria en todas las flores masculinas del entorno. Y esa flor era precisamente su pareja, una flor tan mutada que no se parecía en nada a la que una vez desposó. Y cuando la tocaba, sentía que no la tocaba a ella, sino a algo inerte, carente de sensibilidad. Sin sentimientos, solo vanidad. Y de qué le valía a él todo el amor genuino que sentía por ella, si no lo iba a valorar. A ella se le iba la vida cuidando su perfecta, pero delicada apariencia. Se había convertido en esclava de su presunción; no podía exponerse al sol ni al rocio, porque le hacía mal.
Él, hastiado por la situación, buscó la manera de hacerla recapacitar.
─¿Acaso a esto se le puede llamar vivir? ─le interrogó.
Ella ni se inmutaba, permanecía inmóvil, como si estuviera en otro lugar. Él, siguió con el monólogo sin reparar en su ausentismo.
─De qué te vale tu depurada belleza, si a fin de cuentas eres una tosca imitación de otras que en algún momento alcanzaron la belleza a plenitud; no te das cuenta de que has sido alienada, y lo que presumes no es digno de estimación. Quién te dijo que congelar ese instante sublime para siempre te haría más hermosa de lo que alguna vez fuiste. Seguramente te lo dijo quien te creó, quien te moldeó según sus imposiciones. Lamento decirte que no es así, que se valora lo bello en función de muchas cosas, no es tan sencillo como parece; es mucho más complejo que una simple transformación.
Ella seguía indiferente, segura de su perfección. Verla tan inmutable después de todo lo que le había dicho, aumentó su ofuscación. Insistió, tratando de ser más incisivo:
─¿Acaso no sabes que la perfección es relativa? Pareces perfecta a primera vista, pero a fin de cuenta, todos te tratan como un objeto de decoración. Podrías vivir sin envejecer cien, quinientos, mil años, pero jamás volverás a sentir amor. Así que, de qué te vale vivir tanto tiempo, si siempre estarás confinada a lo superfluo; a lo sumo te acariciarían dependiendo de la ocasión.
Ella seguía distante. Entonces, él cayó en cuenta de que la modesta violeta que alguna vez fue su esposa, ahora era una simple flor artificial; que lo frívolo carece de los cinco sentidos y por ello, jamás lograría llamar su atención. Se despertó de un tirón, le dio tanta rabia ver a su esposa dormir tan profundamente cuando él apenas podía contener la respiración.
─¡Aún falta mucho para el amanecer! ─se dijo a si mismo, entonces decidió ir a la cocina a tomar agua y a recapitular sobre la decisión que tomaría si su esposa seguía empeñada en hacerse la operación.
Pero, él desconocía que ella también soñaba, y mucho menos se iba a imaginar que ella también soñaba que era una flor. Que era la flor más bella que jamás había existido, que hasta la montaña se rendía a su belleza sin igual. Y en el sueño de ella llegó el verano, y a causa del inclemente sol, ella al igual que las otras flores comenzó a palidecer y a perder su resplandor; luego vino el otoño, muchas quedaron desnudas y ella sin embargo, mantenía su porte aunque con menos candor. También había perdido su perfume; después se hizo presente el invierno trayendo consigo lo peor porque a pesar de que su condición artificial la hacía inmune a los parásitos y a la humedad, el agua desnudó por completo sus finos acabados. Ahora se le veían los desagradables detalles que minuciosamente habían sido escondidos, y todo el silicón que habían usado durante su manufactura. Por último, volvió la primavera y las demás flores, imperfectas, espinosas, florecieron según sus características y ella, que un año antes se jactaba de tanta belleza, fue echada a la basura y reemplazada por una nueva invención…
Asustada por ese aciago final, se despertó agradeciéndole a Dios de que solo era un sueño; por un momento tuvo la sensación de que todo sucedía en realidad. Notó que su esposo no estaba en la cama y aún sobresaltada se apresuró a buscarlo. Le volvió el alma al cuerpo cuando lo encontró medio dormido en un sillón. Se sentó en su regazo ─estaba, al igual que una margarita, llena de dudas─ y, entre bostezos le dijo que pensaría mejor lo de la operación…