sábado, 19 de marzo de 2016

Reminiscencia coriana


Mi abuela, famosa por su memoria, por sus evocaciones; sabía los nombres y apellidos de cada uno de sus dos decenas de nietos. En mi caso, el único de ellos con tres nombres, también recordaba con exactitud la anécdota por la cual yo tenía que cargar con ese incomodo exceso de identidad. Y es que no solo sabía el primer y segundo nombre de cada uno de nosotros, sino además la fecha de nacimiento, si había llovido o no ese día, si naciste en el Antonio Smith o en el Alfredo Van Grieken, si fue fin de semana o era de madrugada, si eras llorón o voraz.

Y hoy 19 de marzo, día de San José, la recuerdo más que otros días, porque solía felicitarme por mi onomástico. Y una vez más el cuento salía a relucir: “joseito, tu nombre iba a ser José Gregorio, como el doctor, pero tu papá de camino a la prefectura donde iba a presentarte, cambió de planes, o al menos los alteró y, al final quedaste con el Manuel arremangado, al igual que él, y que tu hermano mayor”.

La memoria de mi abuela era motivo de orgullo para nosotros cuando éramos pequeños, aunque más de una vez puso a una de las nietas en comprometida situación, porque le contaba al novio de turno detalles que la doncella prefería dejar en omisión.

Pero pasó el tiempo y nos fuimos distanciando unos de los otros y todos de la abuela. Ella comenzó a encerrarse más y más en su imaginación. Paulatinamente, sus incansables ganas de conversar fueron mermando aunque nadie le dio importancia. Recién había llegado a los barrios de Coro la señal de televisión por cable y con ello excusas para compartir menos con quienes estaban a tu alrededor.

Se sentaba en la sala todas las mañanas a ver televisión. Veía siempre la misma programación, Hallmark, y a menudo las mismas películas repetidas, sin dar señas de aburrimiento. Los indicios eran otros, a los cuales nunca les prestamos la debida atención. Pensábamos que le gustaban tanto esas películas que no se cansaba de verlas. Diez años después, cuando todo es tan evidente, caigo en cuenta de lo descuidados que fuimos con su alzheimer.

Los cambios de estado de ánimos se los achacábamos a la edad o al calor. Entonces le dio por rayar las paredes, con lápiz de grafito. Escribía nombres y apellidos en letra corrida. Comenzó haciéndolo en su cuarto, y después pasó a hacerlo en el exterior. No había manera de convencerla a que dejara de hacerlo. Ella estaba enfrascada en su propia lucha con “el alemán”.

Para esos tiempos yo me había mudado a trabajar en Oriente. Iba a Coro par de veces al año y mi abuela me recibía con emoción.

Hace cinco años que emigré y he tratado de explicárselo desde entonces. Visito a mi abuela a lo sumo una o dos veces al año. Ella de buenas a primera no sabe quién soy. Mi mamá le da detalles, mi tío le da pistas, entonces sonríe y dice: “Joseito, cuándo llegaste de oriente”. A los cinco minutos se resetea la función.

Hoy es 19 de marzo y hay alguien que, aunque ya no recuerde más que cosas puntuales, dejó grabado el onomástico en mi imaginación.