viernes, 17 de septiembre de 2010

TITO


Cada vez que voy de visita a la tierra donde crecí, a la casa de mis padres, resurgen recuerdos que yacen en lo más recóndito de mí ser. Tal vez por ello, el comentario que mi hermana mayor sacó a colación me puso a reflexionar acerca de cuándo fue la última vez que tuve contacto con Tito.
Ella tiene una facilidad natural para cambiar el curso de una conversación sin que uno lo note. Ese día hablábamos de cine, y pasamos de los exóticos paisajes de la película “Avatar” al relato de una de las conductas recién adquirida por su hija Alejandra, de tan sólo seis años de edad.
Dejándome llevar ─en retrospectiva─ por la velocidad del pensamiento, en un abrir y cerrar de ojos me encontré reproduciendo en mi imaginación esa última experiencia vivida junto a Tito. El recuerdo estaba guardado en alguna parte de mi memoria, diáfano, a pesar del tiempo transcurrido, y contrario a lo que yo creía.
Ocho años habían transcurrido desde aquella vez. Una serie de eventos desafortunados y una visita extemporánea de la muerte me forzaron a separarme “por mi bien”, de quien hasta entonces había sido mi más fiel compañero y confidente.
Era un martes decembrino que se dejaba llevar por la fresca brisa caribeña que suele soplar en esa época. Agobiado por mi situación, invité a un primo y a su esposa a la playa, y ella a la vez invitó a una amiga, para que fuéramos, los cuatro, emparejados. Yo sólo buscaba distracción, romper la rutina, levantar mi autoestima; los días festivos navideños ya estaban cerca y, quería recuperar el ánimo.
En ese entonces, el último fracaso amoroso me estaba afectando más de lo previsto. En consenso, ella y yo habíamos decidido romper con la relación, aún cuando la atracción física en ambos estaba vigente. A mí, me gustaba desde su tierno y siempre humectado tobillo hasta su forma de estornudar; ella por su parte, no se cansaba de halagarme con caricias y con su siempre manifiesto apetito sexual. Pero su manera de ver el mundo me causaba profunda decepción, sin embargo, siendo yo tan joven, trataba de no darle mucha importancia a su excesiva frivolidad y en lo tanto que le importaban las apariencias. Tito sí despreciaba en demasía esa manera de ser. Y fue él quien me convenció ─con sus atormentados argumentos─, de que terminara con ese noviazgo.
Ese martes, una vez llegamos a la playa, sin perder tiempo y animado por Tito, me abalancé con él, sobre las frías y agitadas olas. Sin cuidar detalles, desafiábamos juntos a cada espumosa ola que se nos atravesaba. El agua salada tuvo un efecto estimulante, lo que nos permitió llegar rápidamente a cierta profundidad, hasta que caí en cuenta de que tenía una de las piernas acalambrada. Intenté flotar y a intentar avanzar de a poco, braceando, hasta donde pudiera tocar suelo.
Interminables minutos transcurrieron, y no notaba avance. El esfuerzo ya comenzaba a pasarme factura y el mar agitado no me daba tregua. Comencé a levantar los brazos y a hacer señales, pero en la orilla estaban pendiente de todo, menos de mí (en diciembre la playa no es tan concurrida como en otros meses, lo que hacía cuesta arriba mi apremiante situación).
Tito flotaba junto a mí y me invitaba a seguir luchando contra el implacable mar. Me daba ánimos: era lo único que podía hacer. Nervioso, forzaba mi cuerpo al máximo. Sentía que el tiempo se me agotaba, que tenía que echar resto. Ya no podía mantener todo el tiempo la cabeza a flote, en contra de mi voluntad me sumergía y tragaba agua. En mi desespero volvía a salir, cada vez más ansioso por respirar.
Tito comenzó a decirme incoherencias. Que si moría todos iban a decir que me ahogué deliberadamente a causa del desamor; que no podía permitirles ese lujo. Y me gritaba cosas como esas, lo que me empujaba a dar un esfuerzo sobrenatural.
Casi me sentía vencido, y allí estaba Tito, ahogándose conmigo; siguiendo ya sin fuerzas con la misma cantaleta.
Por instinto seguía estirando hacia abajo la pierna, hasta que milagrosamente logré hacer contacto con la arena, mientras mantenía erguida la cabeza sobre el nivel de agua, hartándome de aire; tosiendo agua, insípida, y cálida.
Respiré aliviado. Y Tito, quien se escuchaba cada vez más lejos, me decía: ¡lo logramos!
Poco me duró la conciencia, no me quedaban fuerzas para mantenerme en píe, y sin resistencia, me dejé desfallecer.
Cuando abrí los ojos otra vez, estaba en el centro de asistencia médica. Me colocaron una inyección que me hizo vomitar toda el agua que había tragado, me oxigenaron y no sé qué tantas otras cosas más.
Cuando pregunté cómo había llegado hasta allí me contaron que una pareja que estaba nadando cerca de mí se dio cuenta de lo que me sucedía. Llegaron justo a tiempo para salvarme
Al llegar a casa, dormí por las siguientes catorce horas. Durante tres días no pude levantar los brazos, ni mover las piernas sin dolor...
─¿Estás allí? ─preguntó mi hermana, dándose cuenta de mi distracción─. ¿Me estás parando?
─¡Sí! Sí... disculpa, ¿Me decías?
─Te decía que el amigo imaginario de Alejandra se llama Kiwi.
─¡Ah! ¿si?
─Pero el colmo fue cuando le dije a David, que su hermanita menor tenía un amigo imaginario, ¿Sabes qué me dijo tu sobrino?: “mami, eso es normal, yo tengo dos, se llaman Tom y Max...”

viernes, 10 de septiembre de 2010

Soñando también se vive


No sabía con exactitud si el característico “ti-lín” emitido por el timbre casero, pertenecía a la realidad o al sueño que forzosamente trataba de prolongar. Fue una noche calurosa, y entre el sopor y las incongruencias de la escena que soñaba, me sorprendió desprevenido la mañana dominical. Al caer en cuenta que en realidad si tocaban a la puerta, me tomó unos eternos segundos terminar de abrir los ojos y levantarme. Fue una lucha cuerpo a cuerpo no se con quien, solo sé que ese algo invisible me halaba hacia el abismo de la hamaca. Desesperado, apenas alcancé a gritar:
– ¡Voy! –para que quien tocara, esperara en el postigo un rato más.
Dejando de lado las imágenes del sueño, salí corriendo a la puerta a atender el llamado. En la sala casi me tropiezo con mi mamá, que tejía sin parar, mientras en simultáneo y sin esfuerzo aparente leía la voz de quien con voz muda gritaba en la pantalla del televisor.
–Buenos días –me dijeron–. Somos los Testigos de Jehová.
–Buenos días, ya se quienes son –les respondí, aun dudando de mi tono de voz, pero por la sonrisa formal que ambos dibujaron, noté que me habían entendido perfectamente.
Desde pequeños, todos en el barrio sabíamos quienes eran los Testigos de Jehová: el paraguas, el maletín de mano y la corbata les delataban. Además, ningún vendedor de aquellos forasteros que tanto se paseaban por el barrio de puerta en puerta cuidaba tanto detalle en las apariencias, mucho menos en el hablar. Por lo general eran vendedores de baratijas que ofrecían hasta el cielo a las amas de casa, con el atractivo de pagar en cómodas pero interminables cuotas. Así iban todas llenándose de cachivaches, muchos de los cuales jamás llegaron a usar.
Ellos me preguntaron por mi madre usando el nombre de pila de ella, lo que me dio a entender que la visitaban a menudo. Les dije que estaba en lo suyo, pero que bien yo podía escuchar la prédica, así que les invité a pasar al amplio zaguán. Sorprendidos, quisieron saber más de mí; en tantas visitas a la casa nunca me habían visto. Luego, complacidos por algunos detalles, entraron en materia y me dieron un folleto y me hablaron de la vida eterna y de tantas otras cosas bíblicas más.
En eso estábamos cuando se acercó mi mamá a la conversación. De inmediato pude percibir que la presencia de ese par de predicadores en la casa no era accidental, hablaban un lenguaje especial. Y saludaron a mi madre con tanta familiaridad que por momentos me sentí extraño. Mi mamá no reparo en detalles para hablarles de mí, y ellos se mostraron atentos, a pesar de que esa información ya la sabían.
Al rato se fueron y detrás de ellos, se fue el domingo. Se fue como cada domingo, sin prisa pero sin pausa. El día domingo es especialista en hacerse lento, pero escurridizo. Entre periódicos y siestas no programadas, transcurre el último día de la semana. Sin darnos cuenta, ya rápido se hacen las seis. El que trabaja, suspira, deseando prolongar el domingo un rato más, el que no trabaja se estremece, temiéndole a la soledad cuando el lunes todos salgan a laborar. El que trabaja no quiere que llegue el lunes, pero al desempleado, la indiferencia de lunes hacia su persona, le duele mucho más.
Se hizo de noche, a dormir otra vez. A seguir soñando con el premio de la lotería, a continuar el eterno sueño que quedó truncado por el súbito amanecer anterior. Y sueño que me lo gano, y que ayudo a tanta gente que tengo pendiente por ayudar. Y se me va la noche haciendo planes, y corrigiéndolos sobre la marcha una vez más. Y hago promesas a Dios, y las cumplo y las cumplo en mi imaginación. La mitad para los pobres y para obras de caridad, y la otra mitad a invertirla para que el premio alcance hasta la infinidad.
Pero la noche de ese domingo el sueño no fue normal. En uno de los bolsillos del pantalón corto de dormir, como de costumbre tenía el boleto de lotería que se jugaba ese día; en el otro bolsillo, el folleto que me hablaba de la vida eterna.
Soñé que tenía que elegir entre los dos premios, y no hallaba que hacer. No estaba preparado para tomar esa decisión. Había tanta gente necesitada de ayuda en la tierra, que me sentía egoísta si escogía por el pasaje a la eternidad. Pero tenía que decidirme por una de las opciones y eso me causaba contrariedad. Así que me armé de valor y le pedí a quien vino en nombre de Dios, que antes de tomar la decisión me permitiera conocer el paraíso y para mi sorpresa, gustoso aceptó.
Y me llevo a dar un paseo por el edén, donde nada era como lo había imaginado o como lo explicaban una y otra vez los teólogos. Parecía que estaba viviendo un sueño dentro de mi sueño. La gente en el paraíso no era de carne y hueso, aunque su silueta se asemejaba exactamente a la figura carnal que tenían en la tierra antes de morir. Los que murieron canosos y llenos de arrugas, eran canosos y con las arrugas en el mismo lugar, los que murieron jóvenes también lo eran, y los que se fueron bebes, allí estaban todos. Había niños por doquier, en abundancia, desde recién nacidos hasta de añitos de vida. Y no sé cómo, ante tanta gente, millones de cuerpos cuya característica más resaltante era la ingravidez, no me costó trabajo encontrar a mis conocidos; a familiares y amigos que por una u otra razón, habían dejado de existir. Y cuando me vieron, ellos también me reconocieron al instante, y me abrazaron (o al menos eso parecía), y me dieron la bienvenida y mostraron regocijo.
Allí estaba compartiendo con ellos, hasta que alguien me dijo que era el momento de partir, que había visto suficiente y ya tenía fundamentos para decidir.
–Ahora, ¿Ellos van a preguntar por mí? –le pregunté, preocupado, al mismo tiempo que me trasladaba vertiginosamente de un lugar a otro, dejándome guiar.
–No es como te enseñaron, ellos no tienen memoria de quienes no tienen a su lado, por eso no extrañan a sus seres queridos que no han muerto o que también murieron pero no merecieron la bendición del Señor –me respondió esa irreconocible voz.
–Eso no es vivir –le dije.
–Acaso tu mismo no recuerdas a algún familiar o conocido, ¿sólo cuando lo tienes en frente?
–Si –afirmé.
–Entonces ¿Qué te parece extraño? –me dijo lacónicamente.
–¿Y cómo se alimentan? –seguí interrogándole.
–El alimento para el alma lo tienen en abundancia. Ya en la tierra ustedes saben de cual alimento hablo, es cuestión de reflexionar. Además, como notaste, aquí no se necesita ningún órgano corporal, por eso no hay enfermedad ni imperfecciones –concluyó.
Tenía razón, así que me quedé confundido y sin respuesta. En ese momento me sorprendió el amanecer.
Desperté temprano como siempre. Metí la mano en los bolsillos y lo confirmé: allí estaban ambos papelitos. Me quedé un rato recapitulando el sueño que acababa de tener, con los ojos bien abiertos, seguro de tener todas mis neuronas funcionando. Trataba de recordar mi elección.
Siempre justifiqué los pocos centavos que gasté en los esporádicos boletos de lotería, con el simple hecho de que aunque nunca ganaba nada, al menos soñaba mucho con tan poco invertido, así que bien valía la pena ese pequeño gasto en entretenimiento. Y ese soñar me distraía y era fermento para mi imaginación y sobre todo para escaparme por momentos de tantos conflictos mentales. Incluso, en más de una ocasión no llegué a revisar el boleto para ver si había resultado ganador, y me los encontraba desteñido en la lavadora, olvidado en el bolsillo de un jean; o en una gaveta, ya caduco. Lo que no tenía fecha de caducidad era el plan macro que pensaba materializar, una vez cobrara el ticket.
Ese lunes, como cada mañana, tomé la taza de café que mi mamá siempre tenía lista, y le dije: –“Anoche soñé con tía” –haciendo énfasis en el movimiento correcto de los labios, ante cada palabra pronunciada.
–Yo no he dejado de soñar con ella desde que se fue, ni dormida ni despierta –me replicó.
Ya mi hermana me había contado que a mi mamá varias veces la había traicionado el subconsciente y se había sorprendido llevándole la taza de café a su tía preferida, como lo había hecho en mucho tiempo, hasta que se percataba de la realidad y regresaba a casa con el café intacto, entre sollozos y recuerdos…
–Creo que tía está bien, donde quiera que esté –añadí.
Ella no me respondió esta vez, a tiempo me percaté que una lágrima se deslizaba por su cutis facial, como salida del alma.
La siguiente semana revise el billete de lotería, entre sobresaltos y parsimonia. “Boleto no ganador”, respondió de inmediato la máquina, sin anestesia, porque ese aparato no conoce de expectativas.
Menos mal que aún tenía el otro billete, el que me ofrecía el viaje a la eternidad. Lo doble cuidadosamente y lo guarde con celos en el koala. Ahora, a esas alturas, ya creía estar seguro de cual había sido mi elección aquella noche...