No hay manera de escapar de esto, por muy lejos que te
encuentres, por muchas películas del holocausto o documentales de dictaduras que
hayas visto, por mucho libro o poesía desgarradora que recites; por mucha anécdota
que tu abuelo te haya contado.
Esta masacre me ha puesto a seguir mártires en las redes
sociales. A buscar si tenían una cuenta en Instagram o twitter para saber más
de ellos, de su pasado, de cuánto pesaban, del por qué luchaban. Y al rato me
doy cuenta de que no soy el único, de que hay un montón de gente haciendo lo
mismo. Y ahí nos encontramos, deseándoles la gloria de Dios, aun sobre su cadáver
tibio, cuando la ternura de sus ideales no ha terminado de desvanecerse y la
inocencia de sus sueños es lo único a lo que aferrarse.
Las más sensibles le lloran como si le hubiesen parido,
aunque en vida no le conocían. Los más rebeldes sienten que la única manera de
hacerles justicia es yendo al frente de la próxima protesta, a sabiendas de que
uno de ellos puede ser el próximo; con la certeza de que el nombre de uno de
ellos será el que llene de luto las redes sociales al día siguiente. Porque esta
represión es tan macabra que asesina a nuestros chamos de uno en uno, para que
no te encariñes con ninguno, para que tú zozobra se haga contagiosa y tu mente
asimile que siempre puede ser peor. ¡Ni las mascotas están a salvo!
Tampoco falta el miserable que anda en lo mismo aunque con
diferente propósito. Hurgando en el perfil de la víctima, pero con la intención
de venir a justificar su muerte, a tratar de ensuciar su memoria (como si eso
fuera posible), a burlarse de quienes lo lamentan, a querer convertir esta
tragedia en una comedia de mal gusto.
No fue así como nos enseñaron que las historias terminaban,
con los precoces héroes bajo tierra mientras sus madres aquí arriba,
desgarradas, llorándoles.
Fuente foto: https://resistenciav58.wordpress.com
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