Yo soy fuerte. Siempre que estoy en una situación extrema
huyo hacia adelante.
Y huyo de una forma valiente, sin mirar atrás, así que yo
jamás me convertiría en sal.
Tampoco lamento lo perdido, sin embargo a veces el hambre me
hace tropezar.
Pasar hambre —como tal— no es tan duro. Lo que más pega no
es el hambre sino la incertidumbre, esa sensación de no saber cuándo volverás a
comer.
Luego alguien te dice que morirte de hambre no duele mucho
comparado con la insoportable angustia que te causaría acostar a tu hijo sin
darle de comer.
El hambre tuya se te quita porque solo piensas en el hambre
que está pasando tu bebé. Así que además del hambre, ni siquiera puedes dormir.
Y el insomnio no es tanto por no tener que darle, sino por la incertidumbre de
no saber cuándo tendrás pan para darle de comer.
Y esa situación te hace doblegar. Llegas al punto en que no
sabes si gateas por debilidad o simplemente porque te acostumbraron a no mirar
a los ojos, a no desafiar. Aunque tus fuerzas estén allí, intactas, en reserva;
hay algo que no te permite reaccionar.
Hasta que llega el día en que reaccionas, en que estás tan
asustado que huyes hacia adelante, sin mirar atrás. Algo en tu interior te
grita que es tiempo de actuar.
Entonces te rebelas. Para darte ánimos te dices a ti
mismo: ¡yo soy fuerte! Y aprendes a esquivar las perversas miradas de quienes
hace tiempo se convirtieron en sal.
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