El día que conocí la locura era un día aparentemente normal hasta que sucedió lo que jamás nadie imaginó.
El viejo aeropuerto de Coro, era un pequeño edificio de áreas
abiertas, donde la brisa soplaba con tanta fuerza que los pasajeros camino a
embarcar tenían que tomar precauciones
para evitar que su equipaje de mano o accesorios salieran volando por los
aires, mientras el avión aún estaba en tierra, pasivo, esperando que Polanco,
el encargado de la torre de control le diera autorización para despegar. A los
lados del edificio no había más que unos tubos que hacían las veces de
barandas, desde donde se observaba la pista plenamente, sin más obstrucción que
el camión 350 que cargaba el equipaje o la escalera movible que usaban para el
embarque y que a veces dejaban a medio camino los encargados de las operaciones
en el lugar.
Nosotros, los muchachos que vivíamos cerca del aeropuerto,
solíamos ir a buscar algo que hacer en aquellas tardes, durante las vacaciones
escolares. Eran muchas las maneras y mayor el entusiasmo: nos rotábamos las
tareas según los ánimos: un par se ponían a vender el vespertino “El mundo” que
lo traían de Caracas en el vuelo del mediodía, otros ofrecían a los pasajeros
ayudarles con el equipaje, venderles dulce de leche, limpiarle los zapatos y hasta
hacerle la cola si el aeropuerto estaba congestionado. El aeropuerto era
nuestra mina de oro, porque eran muchos los pasajeros exquisitos que nos daban
propinas por la menor nimiedad, aunque nunca faltaban los pasajeros
quejumbrosos y miserables que se quejaban formalmente y enturbiaban el ambiente
con su carácter, haciendo que Polanco nos echara a la policía para que nos
mantuviera a raya.
Una tarde pasó un heladero con su carrito medio lleno de
barquillas, tinitas y paletas. Entonces, el ambiente se estremeció con el
aterrizaje del avión que venía de Caracas. El heladero no pudo ocultar su
sorpresa, trató de adivinar de donde venía ese estruendo, y dejando el carrito
de helados abandonado se fue a una de las barandas a ver como el avión, al
final de la pista daba el giro para venir a estacionarse frente al edificio. Su
excitación era tal, que se olvidó de todo lo que le rodeaba y estuvo allí parado,
ausente, todo el tiempo que tomó el desembarque y embarque del aparato. Una
hora después, cuando el avión desapareció entre las nubes se dio la vuelta y
comenzó a caminar quien sabe hacia dónde.
Los policías que también comieron helados sin pagarlo,
tuvieron que comunicarse con alguien para que viniera a buscar el carrito vacío.
Cuando el supervisor preguntó por el heladero, todos automáticamente respondieron:
“se volvió loco cuando vio el avión”.
Desde ese día no he dejado de pensar en aquel heladero.
Envidiando sentir algo parecido a lo que él sintió, sin importar las consecuencias
ni daños a terceros.
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