Creo que ya te lo conté antes, es lo de menos. Disculpa si me repito o te fastidio una vez más con mis diálogos cíclicos. La Pestalozzi tenía dos canchas múltiples, una en el patio de primaria, en frente de la entrada principal; y la otra en la parte posterior de los edificios, oculta de los mirones, donde hacían educación física los estudiantes de secundaria. Llamemos a la cancha de enfrente la cancha principal, aunque la de secundaria era más nueva y estaba en mejores condiciones. La principal tenía el piso todo agrietado y con desniveles, como estaba al frente del auditorio, del comedor y de la cantina siempre estaba sucia, porque además estaba rodeada de almendrones que vivían lagrimeando hojas y frutos pasados de maduro todo el tiempo. Los bate quebraos de secundaria la usábamos para jugar cuando no estaban los escuincles de primaria ocupándola, porque en la otra siempre estaban los más grandes o los mejores atletas del liceo practicando algún deporte y con ellos no había quien pudiera. A mí la cachetada me la zamparon en la cancha principal. Yo estaba pasando por una mala racha y eso nunca se me olvida. Una o dos semanas antes me habían expulsado porque el Coordinador, al que le apodábamos Condorito, me consiguió montado en el escritorio. Éramos la sección A de 7mo grado, estrenábamos camisa azul, y por aquel entonces, recuerdo que un profesor había faltado. Y esa era una de las grandes diferencias entre estudiar primaria y secundaria. Que en primaria si una maestra faltaba, inmediatamente te sacaban un suplente del área administrativa y te calabas tu horario de clases, metido en el salón, haciendo tareas pendientes o simplemente sentado en tu pupitre, dándole con la punta del lápiz mongol a la madera, para pasar el tiempo. En cambio, en secundaria si faltaba un profesor (fíjate que en primaria era maestra o maestro, en secundaria profe), lo diferente era que teníamos ese par de horas libres, porque había un profesor distinto por cada materia. Lo confirmaba El Semanero, la persona de turno que se rotaba según el orden alfabético del apellido en la lista, quién se encargaba de buscar en la oficina administrativa (La Dirección), la carpeta donde tenía que firmar el profesor su asistencia y anotar cualquier comentario o suceso excepcional de la clase: por ejemplo, si alguien faltó a la clase, o si hubo algún inconveniente con uno de los alumnos. Al finalizar la clase el semanero tomaba la carpeta amarrilla y la llevaba de vuelta a La Dirección. En algunos casos, si había algún comentario disciplinario, el profe lo llevaba directamente para evitar rumores o fuga de información, aunque había Semaneros tan jala-mecates, que se habían ganado la total confianza del profe o la profe y sabían todo lo que ellos habían escrito en la carpeta, que por lo general era de esas carpeta cartón color amarilla. Recuerdo que en los tiempos de Cadivi, veíamos a muchos paisanos con su carpeta terciada debajo del brazo esperando a ser atendidos en las oficinas bancarias y decíamos: “Chávez hizo del Semanero el prototipo nacional”. Cuando me expulsaron, yo era el semanero esa tarde, en las que una de las profesoras faltó y teníamos dos horas de clases libre (cada hora de clases tenía una duración en tiempo de 45 minutos). Los compañeros estaban desesperados por irse y me estaban presionando y haciendo bullying, cosa normal porque yo era el de menos estatura de la clase. Aunque siendo la sección A no es que los demás eran muy fornidos que se diga. En la A por uso y costumbre siempre estábamos los más bien portados, por no decir los más débiles. Fui a La Dirección a confirmar la ausencia de la profe, luego de 15 minutos transcurridos, tal cual lo indicaba el procedimiento. En aquellos tiempos no había ni telefonía móvil ni facilidades de comunicación como las hay ahora, y a veces, a algún profesor se le hacía tarde, llegaba al salón y no encontraba a los alumnos y se armaba el tejemaneje. Para evitar esos malentendidos el semanero tenía que recibir la aprobación de La Dirección, antes de autorizar a los alumnos a abandonar el salón de clases. En efecto, me confirma La secretaria que la profesora no viene y que los alumnos están autorizados a abandonar el salón o hacer lo que les plazca. Yo, para hacerme el importante, al regresar al salón me pongo medio dramático y no suelto prendas de buenas a primeras. Los más bochincheros comienzan a alzar la voz y el ambiente se altera. A mí no se me pudo ocurrir otra mejor idea que subirme al escritorio y hacer muecas a lo Chaplin en el Gran Dictador: de viva voz comienzo mi discurso por el cual me hice célebre por un buen tiempo: “lo siento por ustedes si tienen mejores cosas que hacer, eso no es mi problema. Soy el más grande, y ustedes me tienen que obedecer…), cinco segundos de fama, cinco años de chalequeo. La Semanera estrella de la clase, la metiche jala-mecates, se había ido a La Dirección a ponernos la piedra. Así que no había yo muy bien comenzado a hablar desde mi auditorio improvisado cuando ya tenía a Condorito en la puerta del salón haciéndome señas, moviendo sin ton ni son su cabeza lo que le permitía su toconcho cuello, para que lo acompañara a su oficina. Me metieron tres días de suspensión. Salí barato porque hasta ese entonces tenía muy buena reputación en La Pestalozzi, no tanto yo sino mi apellido. Mis dos hermanos mayores habían pasado por allí dejando buenas notas y conducta ejemplar, al menos eso decían (a mí no me constaba). Volviendo al tema de la cachetada, si, ya sabes quien me la metió. A mí me bautizaron “soy el más grande”, pero la raya como jala-mecates que ella se ganó fue tan humillante que terminó cambiándose de Liceo. El espanto de La Pestalozzi es testigo de esto que te cuento... El cuento de la que espanta en la planta de primaria lo dejamos para después...
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