Mayito, al igual que todos en la cuadra donde residía, se
acostó en su hamaca el día miércoles nueve de enero en la noche, como un día
cualquiera. Más allá del ruido en las redes sociales, en el barrio se vivía un
ambiente normal. El principal tema de
conversación y movida que había se refería a los productos que iban a llegar al
supermercado al día siguiente. Para cualquier extraño, resultaba interesante
por decirlo, como entre vecinos se sabían de memoria en qué dígito terminaba el
número de cedula de identidad de cada quien: llamen a “la negra” y avísenle que
salimos a las cinco; carolina dice que tiene migraña y que como ahora los de la
tercera edad no tienen prioridad y tienen que hacer la cola con el resto no va
a ir; ana tampoco se anota porque la última vez le dio un soponcio y le dijo a
su marido que si quería comer arepa de harina pan, pues que fuera a hacer la
cola él cuando le toque. “Según, él no digiere bien esa masa y se le metió en
la cabeza que la están ligando con alguna vaina rara que lo pone duro que coma
yuca entonces si es tan delicado porque para beber miche sí que no pone peros y
eso si está ligado con amoníaco”.
Yo que crecí con ellos, pregunté por otros nombres (solo
para cerciorarme), a ninguno de los que nombré les toca me respondieron a coro:
su número de cédula termina en x, y o z… y a chela si le toca pero como ella
tiene convenio puede ir a las siete y tiene su harina segura. Cuando pregunté
qué era eso de convenio tuvieron la paciencia de explicarme porque sabían que
mi ignorancia era sincera y además tenía que empezar a empaparme con todo lo
que de ahora en adelante me iba a tocar vivir. Por cierto, mi número de cédula
termina en dos, fue lo único que añadí.
Al día siguiente todo fluía sin nada extraordinario que
resaltar. Pasado el mediodía regresó el grupito de vecinos que fue por los dos
kilos de harina, un kilo de arroz y un kilo de azúcar. Calculado a vuelo de
pájaro el combo costó un poquito menos de un dólar al precio paralelo. Con eso
se resuelve la semana administrándolo bien, comenté. “No es semanal, sino
quincenal. Los miércoles toca a los números cuatro y cinco, pero una semana
cuatro y la otra cinco, entonces es cada quince días y eso si llega la gandola
y no siempre son los mismos productos a veces jabón y papel.”
No fue sino hasta el día once en la mañana que el barrió
convulsionó. El hijo de mayito que trabaja de vigilante en un ministerio y que
estaba encuartelado desde el día nueve, consiguió el cuerpo hinchado y pútrido.
Solo en ese momento comenzó a caer en cuenta de que no tenía los recursos ni la
idea de cómo resolver. La dirigente comunal le aconsejó comunicarse con el
ministerio donde trabajaba. Él, que había asistido a un par de velorios suponía
que le iban a apoyar. “No, el convenio con la funeraria no cubre a todo el
personal, solo a los que son grado 99; no, ni siquiera para la urna, el
presupuesto no da; no, ni siquiera para la preparación; no, no y no…”
Entre llamadas fallidas e ideas frustradas pasaba el tiempo
empeorando la situación. Le pusieron un ventilador para mantener el cuerpo
fresco, pero el olor se intensificó. Al caer el mediodía el techo de zinc
saboteaba cualquier invención. Nadie se atrevía siquiera a tocar el cadáver. Lo
único que se permitieron hacer fue aflojar el mecate de la cintura que mayito
usaba como correa para que no se le cayera el ruyido “short de bluyín”, porque
según alguien comentó: se le estaban ahorcando las tripas. Y así pasaba el
tiempo.
Cuando parecía que el cuerpo iba a explotar como un globo, como
en las comiquitas, como en las películas; cundió el pánico. Curiosos que apenas
conocían a mayito en vida, no aguantaban la miseria del muerto y lo lloraban
como a un pariente. A trancar la calle, alguien gritó. A cerrar la calle todo
el mundo se abocó. Pero nada pasaba. A trancar la avenida paralela (que tenía
mayor circulación), a quemar cauchos.
De la nada apareció un camión de bomberos y una patrulla.
Los bomberos como si nada extraordinario estuviera sucediendo preguntaron dónde
estaba el cuerpo. Ni siquiera bajaron la camilla cuando inhalaron el olor. Par
de bolsas negras extragrandes y mascarillas. Minutos después abandonaban el
lugar con el cuerpo de mayito, justificando que solo seguían instrucción y que
el cuerpo va a ser tratado cumpliendo con las normas sanitarias; en simultáneo
la policía se ocupaba de destrancar las vías de circulación.
En la última noche no faltaron las anécdotas y chistes sobre
mayito. Por allá su hijo se echaba otro lagañazo de cocuy. No ha vuelto al
trabajo: “le dijeron sus colegas que vinieron al novenario que mandó a decir el
jefe que se reintegrara antes de fin de mes que no lo van a botar”. Todavía no
han devuelto los devaluados bolívares que se dieron para el pernil. Los mil de
mayito se usaron para el café.
Quién iba a imaginar que mayito sería el muerto más
llorado de Coro. Ni el más guapo contuvo el llanto al verlo en ese estado de
descomposición. Tan revolucionario que era, dijo su compadre. Se ponía muy bravo
cuando le recordaba que él y yo bastante campaña que le hicimos a Carlos
Andrés. ¡Qué tiempos aquellos!