Cuando la señora, de rígida presencia, inmutable a la vista de los curiosos, hizo presencia en la sala donde velaban a Richard, todo el mundo entró en conmoción. Y comenzaron a apretujarse unos con otros, para presenciar la escena que nadie se quería perder.
Sólo la madre del difunto pudo mantener firme la mirada a tan polémica visita, lista para reaccionar. Ambas vestían un luto anticuado. Ninguna de las dos reparaba en disimular con maquillaje las huellas de tanto sufrimiento.
En el barrio, cuando alguien muere, lo velan en su casa, en la sala, en una calurosa e incómoda sala, porque a las salas nunca las hacen para poner un muerto; entonces cuando traen la urna y toda su parafernalia, se ocupa casi todo el espacio, y a veces parece que hasta el muerto suda. Y se llegan a confundir las lágrimas con el sudor, y muchas veces no se sabe si alguien está llorando o sudando. Las velas encendidas y las mujeres vestidas de luto murmullando infinidad de veces un rosario que ni se entiende, lo hacen ver todo más sofocante.
Richard, en vida era un fortachón con fama de verdugo. Se ganaba la vida prestando dinero de manera informal a exageradas tasas de retorno. Lo único que pedía a cambio como garantía, era la palabra del deudor.
Richard murió de la manera menos pensada, a los treinta y seis años de edad. Había salido como cada domingo a la gallera. Ese día, aparentemente la suerte estaba de su lado, contaban en el velorio quienes compartieron con él: ¡ganó, a cuanto gallo le apostó!
Lleno de euforia, brindó por su suerte y bebió a más no poder. Se fue a casa al ocultarse el sol, muerto de hambre como siempre. Al no conseguir cena preparada, salió en la bicicleta al quiosco más cercano, a unas tres cuadras de su casa. Nadie supo decir con certeza cuantos “perro caliente” se comió (llegaron a decir que más de diez).
Su viaje de vuelta a casa nunca se completó. La horquilla de la bicicleta se fracturó, y su voluminoso cuerpo de más de ciento veinte kilos de peso, lo abalanzó hacia adelante, súbitamente. Su reacción fue nula; impactó la frente contra el pavimento y allí quedó, ahogándose en su propio vomito. Cuando llegaron a auxiliarle, ya era tarde.
−Vengo a ver al muerto −dijo la señora, sin formalidad.
−Viene a echarnos en cara que su promesa se hizo realidad −respondió la madre del difunto−. Mejor márchese y deje las cosas del tamaño que están.
−Yo solo quiero ver al muerto, déjeme hacerlo y me marcho en santa paz.
−¡Pues, hágalo y se marcha ya!
Seis meses antes, un hijo de esa señora, apareció muerto en un matorral. Nadie pagó por ello, aunque era un secreto a voces que Richard era el autor de ese asesinato. Al parecer, el hijo de la señora era muy apostador y había adquirido una deuda con Richard, la cual no pudo pagar y terminó costándole la vida.
Contaban en el velorio de Richard, que una amiga esotérica de la señora hizo que destaparan la urna de su hijo, justo antes de enterrarle, y que puso una moneda debajo de la lengua del cadáver. Luego rezó en dialecto desconocido y le dijo a la señora: “es cuestión de tiempo, para que el responsable de esta muerte pague por ello”.
Ahora, estaba la señora en el velorio de Richard, queriendo ver con sus propios ojos al supuesto asesino de su hijo.
La señora, al ver el rostro de Richard, hinchado y sin vida, no pudo contener su asombro.
−Yo pensaba que con la muerte de este muchacho, mi hijo iba a dejar de andar en pena, atormentándome, y que por fin iba a descansar en paz −dijo, volteándose.
−Pues, piensa usted mal −refutó la mamá de Richard−. Yo hace tiempo entendí que a los muertos no se les hace justicia en esta vida a menos que se les vaya a resucitar.
−Tarde me doy cuenta de ello −dijo la señora, mostrándose arrepentida−. Apenas anoche lo comprendí. Cuando me enteré de la muerte de su hijo y sentí una sensación de alivio. Pero en toda la noche, los espíritus de su hijo y el mío, no me dejaron dormir.
−¿Cómo sabe usted, que era el espíritu de mi hijo?
−Lo acabo de comprobar. Nunca había visto su rostro, ni siquiera en foto. ¡A eso he venido!
−Me parece que usted solo ve lo que quiere ver −murmuró entre sollozos la mamá de Richard−. Yo deseo que mi hijo y el suyo, descansen en paz. Dios se encargará de lo demás.
−Si los deseos de cada quien se hicieran realidad, el mundo estaría peor de lo que está…
Se le atragantaron las palabras. Simplemente, ya no pudo hablar más, ni resistir el llanto que llevaba aguantando desde hacía seis meses, y se entregó sin resistencias a sus sentimientos.
¡Ambas rompieron a llorar!
No fue necesario que se dijeran nada más. Las lágrimas que brotaron significaban más, que decir mil veces la palabra perdón…
FIN
Tienes mucho ingenio para mantener el interes en todo el relato, Manuel.
ResponderEliminarFelicitaciones.