martes, 24 de agosto de 2010

Las pecas de la vecina

I
Como cada domingo, Abnegado sacó la silla azul plegable que en algún momento había comprado para usar en los eventuales viajes a la playa y, la colocó en el sitio que estratégicamente había elegido como el mejor lugar donde consumir su rutina.
Desde allí podía hacer lo que más le interesaba sin levantar sospechas malintencionadas, evitando así, discusiones innecesarias con su gruñona esposa, Magdalena. Él, tenía varias excusas memorizadas para cuando ella le exigiera las razones de tan extraño comportamiento, pero pasaron varias semanas y la conversación ─que el intuía venir en algún momento─ no acababa de ocurrir: "Las mujeres y su mundo"; parafraseaba mentalmente a menudo, creen que lo saben todo y no se dan cuenta que lo que hacen es complicarnos la existencia, por puro joder.
El periódico, las gafas de sol, el bolígrafo para el crucigrama y el reproductor portátil; todo lo necesario para sumirse en su mundo sin ninguna interferencia. Además, estaba convencido de que todos esos accesorios le daban un aire de intelectualidad: “No dejaré que la rutina del matrimonio me consuma como lo ha hecho con todos los vecinos del barrio ─conmigo eso no pasará─”, se repetía en su pensar.
Desde algún tiempo, usaba un atuendo deportivo que hacía contraste con su pasiva actividad. Así comenzaba el ritual por el cual había esperado toda la semana. Las ocho menos cuarto; leía en primer lugar la sección deportiva ya que por ser la favorita le permitía diluir mejor la ansiedad. No se percataba de cuan seguido espiaba hacia el patio contiguo en espera de actividad, hasta que por fin veía de reojo la silueta de la vecina y suspiraba: ¡No sé cómo puede haber gente que odie la rutina!, filosofaba. El factor sorpresa tiene un placer exponencial, pero efímero; la rutina en cambio es quien nos da felicidad. Sin rutina no somos nadie, aunque claro; hay que saberla sobrellevar.
Y esas pecas, ─"¡ay madre mía esas pecas!"─, que todo lo hacen perdonar. Divagando, centra su atención en el crucigrama, cuatro vertical, adjetivo que sirve para caracterizar al sustantivo que acompaña, de siete letras y comienza por la letra “e”: “epíteto”, escribe sin dudar. Pecosa rubia, que ejemplo más hermoso de lo que es un epíteto, si enseñaran en la escuela con metáforas otro sería el cantar. Ves, ahí está Magdalena que confunde las metáforas con la realidad, todo por su afán de pelear. Si mi esposa tuviera pecas, mi vida matrimonial sería diferente.
Ese domingo se encontraba más cansado de lo normal. Había ido a una fiesta familiar el día anterior y de vuelta a casa había discutido largo rato con Magdalena, quien ─según su parecer─ pretendía arruinar sus planes dominicales, tomando a Amanda como medio de manipulación. Aun así, se había levantado temprano. Y allí estaba sentado, entretenido en su imaginación, esperando que la vecina apareciera.
La vecina se había mudado allí hacía poco más de un año y su llegada había causado algún recelo en la población femenina de esa localidad, a causa de la terrible combinación de atractivos atributos físicos con su aparente soltería. Al menos eso dejaba ver, que vivía sola y en cualquier caso resultaba una tentación la cual era mejor evitar. Los días fueron pasando y “la vecina” que era como la llamaban todos, pasaba más bien desapercibida, salvo una que otra ocasión casual. Nadie se atrevía a pronunciar su nombre, aunque era un secreto a voces que todos lo sabían; las damas no lo hacían por cuestión de instinto, como si con ello lograran restarle importancia a su presencia, mientras que los hombres se cuidaban de no decirlo para evitar un mal rato de esos que tanto abundan en la vida conyugal. Muy diferente era cuando ellos socializaban sin las parejas a su lado. En esas conversaciones la vecina siempre salía a relucir, con lujo de detalles y morbosidad, aunque Abnegado siempre se cuidaba de no comentar nada.
Al cabo de un año, las mujeres comenzaron a digerir una versión más ordinaria de la vecina, que aquella primera impresión. En cierto modo bajaron la guardia y en los encuentros sociales que solían tener (bien sea en una fiesta de cumpleaños o en el salón de belleza), no hablaban tanto de ella como cuando recién llegó, aunque cada esposa se mantenía alerta a cualquier resquicio de caballerosidad de parte de sus maridos para con la vecina.
─¡Por algo esa mujer está sola! ─pensaban maliciosamente en voz alta cuando la veían pasar, enviándole un mensaje subliminal a su pareja, de que el sexto sentido estaba alerta y ellas dispuestas a actuar.
Magdalena, en cambio, recordaba claramente el día que la vecina llegó. ¿Cómo olvidarlo? Era un día de semana. Abnegado estaba en el trabajo, y Amanda ─su hija de cuatro años para ese entonces─ en el pre-escolar. ¡Qué suerte la mía!, alcanzó a murmurar mientras espiaba detrás de las cortinas del ventanal, sintiéndose súbitamente estremecida; como si en lugar de estar viendo la escena banal que ocurría en las afueras, estuviera más bien presagiando algún aciago futuro, a través del cristal.
─¡Lo que me faltaba! ─se dijo en voz alta, intentando desahogarse.
─Nosotros, sufriendo los embates de la crisis que afecta a los matrimonios cuando cumplen el primer lustro y ahora, una solterona de vecina. Ojalá que a Abnegado no le dé por espiarla ─se consoló, hablando para sus afueras y gesticulando, al momento que volvía a su rutina buscando alguna distracción en los deberes domésticos.
Agobiada, pensó en llamar a su mamá para contarle la situación. Más que consejos, buscaba alguien que le sirviera de confidente. Alcanzó a tomar el teléfono, pero una vez más se encontró envuelta en una auto-discusión, así que volvió a colocar el auricular en su lugar, sin fuerzas para resistir. No quería preocuparla ni mortificarle la vida con sus problemas personales.
─Abnegado tiene razón, estoy una vez más, ahogándome en un vaso de agua, debo dejar fluir mi ansiedad ─se dijo, buscando paz. Pero el sexto sentido, como le llaman, seguía atormentándole.
─Quisiera dejar de pensar, pero es imposible, es como pretender vivir sin respirar, por más que duela no hay manera de no seguir haciéndolo ─confundida, dejó que un par de lágrimas hicieran su recorrido hasta el final, hasta la comisura del labio superior.
Magdalena, muy a su pesar, había sido una diligente observadora de los cambios experimentados por Abnegado desde que este había caído en cuenta de la presencia de la nueva vecina. No es que Magdalena era masoquista, sino que es característico en los humanos hurgar en asuntos que pueden llegar a herirle, porque terminan cediendo ante la curiosidad; dejando de lado el sentido común que recomienda todo lo contrario.
Sus problemas matrimoniales habían migrado a una etapa superior, desde la llegada de la vecina. Un año atrás, le reprochaba su falta de compromiso con los asuntos domésticos y la falta de atención para con ella. Pero al menos, el domingo, le pertenecía a ellas. Abnegado cumplía (muchas veces a regañadientes) con llevarlas a la playa o de paseo a sitios preferidos por la niña.
Ahora era diferente, era peor. El ambiente en casa era más pesado. Abnegado se valía de cualquier excusa para quedarse en casa los domingos y, todo le irritaba. Amanda era la principal afectada. Ella que creció siendo hija única y consentida, sentía como su padre le racionaba las cuotas de cariño y atención. Ya no se ponían a colorear juntos, ni le leía cuentos inventados por el mismo, para ella. Ya ni siquiera le alcanzaba la paciencia, para responder la infinidad de preguntas que Amanda hacía. La frase más común era: ─Ve y pregúntale a tu mamá, yo estoy muy ocupado.
A Magdalena se le hacía un nudo en la garganta cada vez que Amanda le preguntaba el por qué ya no iban a la playa como antes; por qué ya no iban al parque a pasear en el tándem, o a la plaza a darle de comer a las palomas. Armándose de valor, inventaba cualquier historia que sirviera para aplacar la falta de cariño en su hija. Ahora era ella quien vivía inventando cuentos, para entretener a Amanda. Le dolía el espíritu por tanta desolación, le dolía fracasar en su matrimonio; le dolía no hacer feliz a su esposo, ni a su hija. Estaba cansada de tanto discutir en vano con Abnegado y oraba cada mañana y cada noche, y le imploraba a Dios su compasión para con ellos. Se le iban así los días simulando ser feliz ante su familia, ante sus vecinos e incluso ante su marido, para evitar amargarle la vida.
II
Esa mañana dominical avanzaba al ritmo del sol, inexorable. Abnegado, desde su silla plegable levantó la mirada y se quedó perplejo y sin reacción. La vecina venía con pasos firmes en dirección hacia donde él estaba. Sintió que se sonrojaba y que tal vez la vecina había descubierto sus intenciones. Instintivamente quiso levantarse de la silla, pero no pudo hacerlo, así que optó por hacerse el desentendido. La silueta de la vecina se movía en cámara lenta y apenas podía detallarla. Se apresuró a escribir cualquier cosa sobre el periódico cuando notó que lo que tenía entre sus manos parecía más bien una Biblia de bolsillo, semejante a la que tenía en el cuarto de baño. Sin embargo, esta especie de Biblia era diferente; sus páginas no eran de papel, sino de arenilla y, cada vez que intentaba escribir algo, la punta del lápiz infructuosamente terminaba hundiéndose sin dejar rastros.
Desesperado y hecho un manojo de nervios levantó la mirada una vez más. Ahora pudo ver otras cosas que no había notado antes. La vecina vestía un traje de baño color carmesí que resaltaba sobre su blancura, y las llamativas pecas tenían un brillo exagerado y de mal gusto, parecían más bien escamas de pescado. Y no podía ver las piernas de la vecina porque se lo obstruía la maleza del jardín. Se sintió apenado por tener un jardín tan descuidado, sin entender cómo no se había percatado antes de ello. Él, que aparentaba ser tan ordenado y pulcro, no lo podía creer. En realidad, no entendía ni creía todo lo que le estaba sucediendo.
El desconcierto fue mayor al ver que la vecina al acercarse al lindero que separaba los dos patios, se escabulló por el piso y comenzó a arrastrarse en zigzag tal cual serpiente, hasta perderse en la maleza. Intentó levantarse de la silla para ponerse a mejor resguardo, pero para su desgracia, las piernas no le respondían. Además, la singular Biblia que sostenía sobre las piernas pesaba demasiado, y aunque él sentía que se le desmoronaba entre los dedos, parecía infinito el caudal de arena que brotaba del interior de sus carátulas.
Acto seguido, sintió como la vecina comenzó a serpentear por sus tobillos en dirección ascendente hacia su regazo. Se sentía nulo de reacción, atrapado por la apremiante situación. Quería sacudírsela con los brazos pero no podía hacerlo, sus brazos inútilmente se movían de un lado a otro sin señal alguna de fricción. No sabía si la incisiva sensación de cosquilleo que sentía entre sus piernas era producto de la arenilla que brotaba de aquel misterioso libro, o la causaba la vecina en su ascensión. Cansado de resistir, optó por quedarse quieto. Todo sucedía muy lentamente. Bajó la mirada hacia sus hombros, al sentir la lengua viperina de la vecina recorrerlos. Y esta, con una voz aguda y diáfana le susurró: ─“me encantan tus pecas, me las quiero comer una a una…”
Abnegado, se dio una última sacudida...
Y allí estaba, bañado de sudor, con el pulso acelerado, afincado sobre la silla azul plegable. Echo una mirada impulsiva a su alrededor y no vio a nadie, tampoco la vecina estaba trabajando en el jardín contiguo. Colocó el lápiz y el crucigrama sobre la silla (notó que la última palabra que había escrito aún no estaba terminada). Salió apresurado hacia la sala de baño más cercana. Se vio en el espejo, y en efecto, allí estaban las pecas sobre sus hombros. Antes no las había notado, no en detalle; sin embargo, en la pesadilla que acababa de tener se le habían revelado casi que a la perfección. Abrió el grifo y con las manos plegadas en posición de totuma tomó suficiente agua y se untó en la cara, tantas veces como fue necesario para salir de su estupor.
Ya había vuelto en sí. Se sentía mejor, aunque infinidad de pensamientos iban y venían. El agua en la cara le vino bien. Escuchó ruidos en el cuarto principal de la casa, y fue a echar una ojeada. Era Amanda que jugaba en la espaciosa cama matrimonial. Ella le vio llegar.
-Papi ¡bendición! ─al momento que corría a besarle.
-Dios te bendiga princesa ─y le besó las mejillas.
Salió a recorrer la casa, en busca de su esposa. Sentía una desesperante necesidad de abrazarla. Allí estaba ella, en la sala de estar. Limpiaba el buró, sobre el cual reposaba una Biblia.
Magdalena estaba ensimismada en sus pensamientos, y no sintió su presencia. Cuando se disponía a colocar nuevamente la Biblia en su lugar, hojeando en busca del Salmo 118, que separaba equidistante cada porción; él, le tomó la mano y le invitó a cerrar el libro.
-Ahora leeremos juntos la biblia más a menudo ─le susurró.
Magdalena no sabía qué pasaba. Simplemente permaneció en silencio. Abnegado siguió hablando, sintiéndose dueño de la situación.
-También retomaremos la agradable costumbre de ir a la playa, al menos una vez al mes. Tienes toda la razón, acerca de lo que me reclamas.
Magdalena se dio media vuelta y sollozando, le abrazó. Fue el llanto más sosegado que tuvo en los últimos doce meses. Abnegado dijo:
-¡Te quiero, porque no me has dejado otra opción que Amarte!
Magdalena no alcanzó a decir nada entendible. Abnegado la apretó sobre sí, mientras que con sus dedos le enredaba el cabello.
-Iré a hacerle algunos arreglos al jardín, no vaya a ser que la maleza nos trague en su vorágine.
-No seas exagerado ─le dijo ella, ya recompuesta.
-No exagero ─respondió aliviado, mientras sonreía irónicamente.
Magdalena que no entendía nada, lo que menos tenía, era ganas de entender…

1 comentario:

  1. Manuhel, la intimidad con la vecina fue solo una vision o alucinacion, o no? Pero en tal caso sirvio para confirmarle su idea de que era mejor la rutina, a la que volveria, que la sorpresa...

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