viernes, 13 de agosto de 2010

La pajarilla y el tenor


Llegó un nuevo día en la vida de los domesticados pájaros del señor Abnegado, trayendo consigo un nuevo trío de crías. Mamá pájara cantaba feliz, celebrando el no tener que seguir empollando y manifestaba en su jolgorio, la alegría que le causaban los nuevos polluelos.
Los pajarillos fueron creciendo en absoluta normalidad y el señor Abnegado veía de ellos con especial cariño. Estaba convencido del bien que hacía al tener a esos indefensos animales bajo su custodia. Se conformaba a cambio, con que ellos cantaran en sinfonía durante las tardes que él solía pasar ─meditabundo─, cobijado por la sombra de los almendros del patio de la casa.
Transcurrió suficiente tiempo como para que los nuevos pajarillos comenzarán a hacer sentir su canto. Ellos, por instinto, se unían al coro de sus compañeros. Se esforzaban en perfeccionar el canto para no desentonar, aunque uno de ellos tenía un canto particular que le diferenciaba de los demás. No era un sonido incómodo como tal, pero el hecho de que se escuchara muy distante al ritmo que la mayoría recitaba, causaba sensación de desagrado en sus compañeros y también al señor Abnegado.
Mamá pájaro sentía pesar por el canto no cónsono de su hijo, y a su modo trato de enseñarle a cantar como los pájaros de su linaje. Sin embargo, el pajarillo estaba agobiado y su frustración convertía cada esfuerzo en todo lo contrario a lo deseado. A medida que intentaba forzar su canto, este se volvía más estridente a oídos de quien estaba acostumbrado a escuchar lo común. Mamá pájara por momentos sospechó de que lo hacía deliberadamente. El pajarillo se fue aislando y en el afán por encajar su acento con el de la mayoría, terminó agotando la paciencia del señor Abnegado, quien tomó la decisión de sacarlo de la jaula y soltarlo a su suerte.
Los días subsiguientes fueron muy duros para el pajarillo, y las noches solitarias y frías solían ser aún peor. Estaba acostumbrado a dormir junto a la cálida compañía de sus hermanos y se sentía protegido por las rejillas de la jaula. Ahora, un instinto no desarrollado ni manifiesto hasta entonces, incisivamente le forzaba a mantenerse alerta a cualquier ruido o movimiento en su rededor. Se sentía desgraciado y culpable de todo lo que le sucedía. Se lamentaba una y otra vez de su irreverente forma de cantar. No entendía por qué no podía cantar como alguien normal ni el por qué no podía ser feliz en la jaula, como sus hermanos.
Poco a poco fue aprendiendo a cuidarse por si mismo y, cuando el hambre apremiaba se acercaba sigilosamente a la jaula a comer ciertas migajas que aquellos no escatimaban en derrochar, a causa de la abundancia de comida con la cual siempre contaban. Mamá pájara muchas veces tuvo la delicadeza de rebosar comida fuera de la jaula para alimentar a su indefenso hijo. El pajarillo en retribución a ese gesto se acercaba a la jaula sin emitir ningún sonido. Estaba consciente de lo raro de su canto y del efecto que este causaba en los demás. En su desgracia se sentía afortunado de tener una mamá tan noble y aunque muchas veces le invadían unas ganas inmensas de cantarle todo el amor que sentía por ella, podía más su pudor y optaba por retirarse con todo el concierto en el guargüero, sin pronunciar siquiera un ápice de su canto.
Así fue pasando el tiempo. En la jaula vivían sin sobresaltos ni apremio. Eran felices en esa rutina y no concebían mejor forma de vida. El pajarillo en cambio seguía esforzándose en solitario, en modular su canto y comenzaba a percibir resultados satisfactorios. Practicaba mucho y ya sentía suficiente confianza como para ir a cantar junto a la jaula, así que decidió someterse a la aprobación de los demás.
Erguido y nervioso se detuvo frente a la jaula y para sorpresa de todos comenzó a entonar su nueva forma de cantar. ¡Todos quedaron sorprendidos! Al minuto reaccionaron, y uno a uno se fueron uniendo al coro. Mamá pájara agitó sus alas, desbordada por la emoción. El señor Abnegado sintió el alboroto y se acercó hasta la jaula a averiguar la causa de tanta convulsión. Cuando vio al pajarillo cantando de manera armónica, instintivamente le abrió la puerta de la jaula, invitándolo a pasar. El señor Abnegado se sonrió ─jactancioso─, porque sentía que el tiempo una vez más le daba la razón.
El pajarillo se esforzaba mucho para alterar su canto natural, pero el ser aceptado le motivaba a seguir haciéndolo sin cesar. Se sintió feliz durmiendo otra vez al lado de sus hermanos y teniendo a la mano aquello que tanto extrañó. Sólo él, sabía lo implacable que suele ser la soledad para quien se le resiste. Si tenía que sacrificar su peculiar canto (si ese era el precio a pagar), estaba dispuesto a hacerlo hasta la eternidad…
El día menos esperado pasó lo que tenía que pasar. Una pajarilla errante llegó al patio del señor Abnegado dispuesta a hacerse escuchar. Llegó con inusual parafernalia, cantando sin cuidar detalles. Simplemente era ella y su son. Había recorrido mucho camino en su vida forastera y si algo tenía claro, era seguir moviéndose de lugar en lugar hasta hallar su destino. Algo en su interior le decía que algún día lo iba a encontrar. Era joven y llena de vitalidad.
Cuando todos los habitantes de la jaula sintieron el peculiar canto de la pajarilla, se quedaron sin reacción. Pero había alguien que no podía contener la emoción:
¡Era el pajarillo desafinado!
El canto de la impertinente visitante era savia para su sometido corazón. Él, que había pasado ya tanto tiempo simulando la voz, no podía contener el canto que le pedía salir a gritos de su interior. Impulsado por un instinto incontenible, procedió así a darle ─con su canto─ rienda suelta al corazón. Nunca antes había hablado ese lenguaje, pero enseguida entendió la llamada del amor.
La pajarilla, al escucharle hizo silencio; como contemplando el eco de su propia voz. No lo podía creer. Su perseverancia le prometía una fehaciente compensación.
Ambos hicieron un coro diáfano que desnudaba la situación. Mamá pájara era la única que caía en cuenta de que su hijo había sido envuelto por la pasión.
Cantaron y cantaron, hasta que el señor Abnegado fue presa de su obstinación. Salió al patio a ver qué sucedía, decidido a hacerse cargo de la situación. Ese peculiar canto era desagradable para los ordinarios gustos de ese señor. Para imponer su ley no vio castigo peor, que sacar al pajarillo de la reclusión.
El pajarillo al verse libre, sin perder tiempo voló hacia donde le esperaba la pajarilla a agradecerle por la ocasión. La pajarilla que esperaba desde hace mucho tiempo este momento, le dio un beso y le dijo que en vez de agradecerle a ella le diera gracias al amor.
El pajarillo tenía muchas preguntas que hacerle. Ella solo quería disfrutar el momento.
Él, aún confundido, le dijo que le daría el secreto de cómo aprender a cantar como cantaban los demás. Ella le dijo que no quería esas lecciones fútiles, que él, cantaba como un tenor; que prefería mejor que le enseñara cómo hacer eterno al amor.
Él, le preguntó: Dónde iban a pasar la noche y cómo iban a conseguir la alimentación. Ella le respondió, que si seguía haciendo conversaciones tontas, le iba a callar el pico con un dulce de algodón.
Él, se despidió de su madre y de sus hermanos. ¡Por última vez en la vida tuvo que forzar la voz!
Ambos volaron a donde los lleve la imaginación...

3 comentarios:

  1. Manuel, me gusto mucho el relato. Es tuyo?
    Me parece que detras de esa historia de amor de dos avecillas, hay una gran metáfora de cualquiera de las sociedades humanas que hasta hoy existen. Bueno asi lo veo yo.

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  2. Saludos, Sra Iraida.

    Si hay metáforas en este relato.

    Y sí, si es de mi autoría.

    Me agrada saber que le haya gustado.

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  3. Hermano venezolano, gracias por tu visita. Me gustó mucho esta historia, aplausos sentidos y emocionados para ti. Un abrazo enorme, a veces me pasa lo del pajarillo. Prometo estar más atento para cuando llegue esa pajarita con la que pueda salir a conquistar el mundo.

    Carlos Eduardo

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