La última vez que estuve en Venezuela fue breve la estadía. Al desembarcar, noté que habían impregnado los muros del pasillo de bienvenida con coloridos anuncios cuyo fin evidente era resaltar los logros de lo que llaman revolución. No sé si por morbo o simplemente por querer absorberlo todo, me fui fijando en cada uno de ellos: “somos el país con la mejor distribución de la riqueza en el mundo”; “tenemos la tasa académica más alta de América”; “avanzamos hacia la mayor inclusión social de Latinoamérica“; “el Gobierno Revolucionario te da la bienvenida…”; y por último la más cínica de sus propagandas, la que más desprecio: “¡ahora Venezuela es de todos!”
De esta manera, quienes nos visitan comienzan a recibir sus dosis de proselitismo sin reparos. No creo que en este mundo tan globalizado alguien vaya a visitar Venezuela engañado o al menos inadvertido de lo que se va a conseguir. Todos los foráneos parecen traer un folleto con indicaciones específicas de cómo proceder. De todas maneras, nuestro país te juega limpio y quizás esa sea una de las principales razones por la cual muchos quieren volver una y otra vez. Solo es cuestión de percibir las señales que se te revelan, sin perder tiempo, desde que pisas el aeropuerto. Por ejemplo, al final del corredor de entrada hay una escalera mecánica que no se mueve, creando así el primer embotellamiento de los muchos que están por venir. Más adelante hay unos baños en cuyos tabiques no cabe una raya más y no hace falta entender español para caer en cuenta de que esos grotescos grafitos en su mayoría aluden al sexo. Además, mientras esperas el equipaje, en algún momento alguien con cara de buen samaritano se te va a acercar a sugerirte un favor o un negocio: “pana, comprame un tv allí en el duty free, yo te doy la plata” o, “pago dólares a equis precio”. Pareciera que en Venezuela, ¡comerciantes somos todos!
Y hoy veo que los saqueos son noticia. Que de a poco se comienza a repetir la historia. Que somos un país que parece no querer aprender de los errores propios, mucho menos los ajenos. Que todo es una guachafa. Que seguimos viviendo para el día a día como si fuera verdad que el mundo se va a acabar de un momento a otro. Y así, en esa crisis tan arrecha que estamos seguimos creyéndonos los protagonistas. Que de Bolívar lo único que heredamos son esas ganas de ser el centro de atención y no sus insomnios visionarios. Que el niño es llorón y la mamá que lo pellizca, porque viene esa paisana y gana el Miss Universo volviéndonos a inflar el ego. Que sabemos que la vaina está cada día peor, pero ponemos nuestras esperanzas en un superhéroe que no es de verdad ni tampoco de ficción. Y aquí estoy yo con esta pensadera que cada día me confunde más. Quisiera ser menos enrollado, menos errante, pero siempre termino cediendo a mi devoción, como aquel Gaviero de la oración. Y cuando pienso que estoy solo en este derrotero se me atraviesa una reflexión de García Márquez que me invita a soñar en un país mejor: ¡Maqroll somos todos!
Apreciado Manuel,
ResponderEliminarLeo tu escrito y me recorre en una doble sensación de desasosiego. El estar lejos le añade ese componente extra al desamparo. Ciertamente has expresado lo que es sentir verdadero dolor por la patria, la que se sabe irrecuperable, dañada y perdida. Yo –particularmente– me siento a veces como un extraño en mi propio país; siento que ya no me pertenece. Se me ha pasado por la cabeza irme, pero vienen los remordimientos, y la balanza que se inclina hacia mis afectos. Es como un círculo vicioso, muy difícil de salir de él, a menos que sea con un cambio de actitud ante la triste realidad.
Gracias por compartir tu sentir, que es el de muchos en el exilio que ven impotentes la destrucción de nuestro país. Pero la esperanza, amigo mío, es lo único que no se puede perder, aunque el daño sea irreparable.
Un fraternal abrazo,
Rafael Baralt
@rbaralt