¿Será que me saco esto de una vez por todas y vomito todo este rollo existencial? ¿Será que si lo hago podré dormir en paz? Sylvia busca papel y lápiz, y sin que le tiemble el pulso comienza a redactar…
Desde su concepción, Sylvia fue muy consentida. Su llegada significó la salvación de un matrimonio que por las diferencias, estaba a punto de colapsar (él era demasiado nervioso y pragmático; ella flemática y perfeccionista). Así lo sentía él, así lo sentía ella. ¡Un mensaje de Dios! Ahora, ambos, tendrían algo propio que les motivaría a continuar mitigando el peso de la vida conyugal, y le daría sentido a muchos sacrificios que antes no tenían razón de ser, o simplemente no valían la pena: “El sexo no vale tanto”, —pensaba él; “es que hasta el sexo se ha vuelto mera formalidad”, —pensaba ella.
Sylvia fue un regalo de la vida: su inocencia, su carisma, su parecido físico a la madre y su manera de ser -copiada al calco del padre-, fue el aditivo necesario y perfecto para revivir la pasión y el amor, que se habían devaluado paulatinamente por la fricción y los egos de cada quien. De niña, tenía el cabello ondulado color ceniza, ojos grandes, azules y vivos que opacaban cualquier otro rasgo, una sonrisa a medio terminar que parecía más fingida que natural, pies planos que conllevaron al uso de zapatos ortopédicos y, un lunar en forma de mapa en la espalda baja, que eran el único −pero contundente− indicio físico de que era hija de su papá.
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Ahora, Sylvia está cansada de tanto luchar contra un enemigo imperecedero: “el sentimiento de culpa”. A estas alturas, ya no tiene caso fracasar. Sólo alguien le importa, y con ella se va a justificar.
Veinte años atrás, una mañana, su padre retrocedía el carro, mientras salía del garaje para ir a trabajar. De repente, siente que impacta con algo y de manera simultánea escucha el grito de ella, que estaba parada frente a la puerta de la casa. Al Percibir el dolor en el rostro de su esposa, frena con prisa invadido por los nervios. Salió del carro, aturdido por los gritos de ella: “Silvia, Silvia… La niña…” Las piernas le temblaban; desesperado, dirigió la mirada hacia atrás y vió que la niña yacía en el piso, y que había un zapato ortopédico muy cerca de la rueda; lo pateó con rabia (él sabe que los músculos se relajan al momento de morir) e instintivamente sacó su arma de reglamento y se dejó llevar por el demonio, el que siempre está a la espera de una oportunidad.
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Sylvia ha pasado toda su vida intentado recapitular mentalmente lo sucedido aquella mañana, contrariando a los psicólogos que le recomendaban olvidar. Tiene vacíos, pero se aferra con todas su ganas a mantener visible en su cabeza la silueta de su papá. A menudo sueña con el estridente sonido de la percusión, que ese día, súbitamente le hizo reaccionar. Para madre e hija, desde aquella mañana la vida jamás volvió a su normalidad. Su mamá nunca se volvió a enamorar y ella dejó de ser la misma, a pesar de que con tan sólo cinco años, era imposible que comprendiera cabalmente lo sucedido. Lo primero que hicieron fue mudarse. Intentaron vender la casa, pero nadie la quiso comprar. Nada infunde más morbo que un suicidio y más cuando este llega a oídos de toda la vecindad.
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Sylvia quiere desahogarse, quiere exorcizar sus demonios, por tal razón escribe la carta. En ella deja claro que está consciente de su decisión. Desde que murió su madre, cinco años atrás, en el funeral, comienza a considerarlo.
A medida que fue creciendo, una escena en especial, recurría con frecuencia: ella y su padre, camino al pre-escolar y sus diálogos: “papi, por qué chocan contra el cristal”, —le preguntaba cada vez que una o varias mariposas se estampaban contra el parabrisas del carro. La respuesta de su padre variaba, dependiendo del estado de ánimo: “Para mostrarnos su belleza, Silvia”, “Porque no se fijan por donde van”; o algunas más complejas como: “Porque temen volver a ser orugas”, “Porque son unas kamikazes”. A cada respuesta de él, surgía otra pregunta de ella, lo que hacia la historia de nunca acabar. A medida que iba ampliando sus conocimientos, más indagaba acerca del tema. Cuando investigó que “Sylvia” era el nombre de una conocida especie de mariposa, hecha un manojo de nervios le preguntó a su mamá que de dónde había escogido ese nombre: “ese fue tu papá, quién desde que supo que ibas a ser una niña, quiso llamarte así, y no recuerdo el porqué…”. En otra oportunidad, Sylvia dejó a todos impresionados en la clase de Historia Universal cuando con simpleza aclaró que el término “kamikaze” no tenía nada que ver con “suicida” en Japón. Tampoco consideraba kamikaze ni suicida a su papá, porque sabía que él había actuado de manera instintiva y sin premeditación. Ni siquiera su esposa, que lo conocía más que nadie, esperaba esa reacción.
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A sus veinticinco años, Sylvia se ha descuidado, mantiene la misma cara de niña, aunque tiene unas pecas que le dan otro matiz; los ojos azulados ya no brillan como antes. No hace dietas, sin embargo está muy flaca y, no le preocupa en lo más mínimo su apariencia. Se resiste a toda costa a relacionarse porque no quiere sobrecargar a otra persona con su carga emocional. A veces siente necesidad de compañía, pero hay otros fantasmas que a menudo la invitan a claudicar. Los sentimientos de culpa y de desgracia le tienden emboscadas y no la dejan en paz. En la redacción cuenta con lujo de detalles todo lo que sabe desde el día de la muerte de su papá. Habla de sus sueños, de sus pesadillas, de las conversaciones que de vez en cuando tenía con su mamá. No quiere dejar cabos sueltos y se concentra en recordar. La vida no es tan cruel (a fin de cuentas), siempre nos muestra una puerta de emergencia que invita a escapar. Hace una pausa para preparar el brebaje; el día está soleado y un tropel de recién transformadas mariposas vuela del lado de afuera del ventanal. Toma un sorbo de la bebida y se sienta a esperar por los síntomas que, según leyó, de un momento a otro se van a manifestar. Está nerviosa y divaga. Comienza a ver orugas, ve la imagen nítida de su papá, se ve a ella misma corriendo con un zapato en la mano sin fijarse en el carro que comienza a andar; se ve reflejada en los ojos de él, y detrás ve corriendo a su mamá… La imagen se va nublando, escucha voces, la voz de su papá que le grita… Se arrastra como si una oruga; cada vez se siente más débil, minúscula, ya no sabe si sueña o simplemente comenzó el viaje a la eternidad…
FIN
Manuhel:
ResponderEliminarA pesar de lo triste del relato, no puedo dejar de decirte que tu regreso, me alegra muchisimo. Es mas he estado pendiente todo el tiempo de el desde el ultimo.
Mi muy estimado Manuel
ResponderEliminarHa sido un placer leerte y agradezco que me hayas obsequiado con este texto tan lleno de sentimientos y tan auténtico. El amor de padres a hijos y viceversa es único y el mismo nos mantiene unidos hasta mucho más allá de que alguno de ellos ya no esté presente...Hermoso cuento que me hizo evocar nítidamente a mis padres los que hace tiempo ya no están, (físicamente) pues su espíritu me acompaña cada día y a cada momento...
Un abrazo
Noemí
Gracias a usted, Sra Iraida; por tanto interés en mis relatos aficionados.
ResponderEliminarGracias a usted, Sra Noemí; por sus valiosos consejos literarios y de gramàtica.